Ana Lía Rodríguez Alcalde

El Dios oscuro y silencioso



    Los gritos de la gente siempre están fuera de lugar y por eso lo ocupan todo. Son tan descarados que no dejan a la calma intervenir en ningún momento. Por esa razón, Isaac permanecía inmóvil en su cama. Fue inútil su intento de cerrar las ventanas y las puertas, bajar las persianas e, incluso, apagar la luz. Ya nadie respetaba la intimidad porque habían olvidado la plenitud de compartir un instante con uno mismo. Eran malos tiempos para diseñar alguna estrategia que aplacara el miedo de la gente por la oscuridad y el silencio así que era más fácil buscar la salvación personal.
 
    A pesar de todo, él lo intentó. Seguían llegando a sus oídos los ruidos de las voces pero puso toda su concentración en ese momento hasta que, por fin, abrió los ojos.
 
    ¡Bendita evasión! Pensó para sí mismo. Estaba creando su mundo. Cualquier otro que hubiera estado ahí pensaría que era un mundo hostil y tétrico pero era por la superficialidad que caracteriza a los comunes. Había deseado tanto ese momento que puso en cada detalle todo su ingenio. Siempre supo que estaba preparado para ese instante de placer pues lo había estado esperando toda su vida.
 
    Para él era fantástico inventar tonos de oscuridad que, por supuesto, si alguien lo hubiera visto, al pertenecer al común de los mortales, no hubiera distinguido unos de otros. Simplemente vería una oscuridad profunda y extrema que le obligaría a temblar de terror.
 
    Una vez hubo detallado la nueva gama de color, se centró en el sonido. Había escuchado tanto ruido que incluso la melodía más sonora le resultaba odiosa. Le surgió la necesidad de crear una nueva medida que determinara los tipos de silencio y suprimió absolutamente el sonido. Fue haciendo correspondencias y combinaciones de medidas y grados de silencio con tonos de oscuridad construyendo así un nuevo universo.
 
    Otro cualquiera que hubiera estado ahí se hubiera muerto del miedo porque para la gente común sería un infierno.
 
    Esta era la base de su todo. Sólo faltaba eliminar cualquier cosa que le recordara el mundo del que pretendía huir. Así fue olvidando a la gente, cualquier persona conocida o no conocida. Pensó por última vez en sus padres y hermanos, luego en sus amigos, también en su esposa, hijos y nietos; en los compañeros del hospital, otros médicos y enfermeras con los que pasó demasiado tiempo entre gritos. Lo más curioso fue que en ninguno de esos pensamientos hubo una reacción, ni buena ni mala. Simplemente olvidó todo.
 
    Su cuerpo cayó hacia un lado de la cama. Su esposa escuchó el golpe y fue corriendo a ayudarle. Intentó incorporarle pero fue inútil. En uno de los intentos algo cayó al suelo. Ella lo recogió. Era un frasco de cristal con una pegatina donde estaban las letras de Isaac y decían “Prueba #367 Sarín: Schrader, Ambros, Rüdiger y Van der Linde ”.
 
    Isaac siempre fue un soñador. Su máxima era un universo oscuro y silencioso por lo que con esfuerzo y sacrificio, lo consiguió.

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Published on e-Stories.org on 13.10.2014.

 
 

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