Francisco Javier Parias Lopez

Zapatos rojos

Por aquellos días el equinoccio ya matizaba con hermosos colores los atardeceres a orillas del mar caribe y vivificaba los pétalos de las cayenas que asomaban su belleza por encima de las paredillas. Los pies de Candelaria parecían bailar, más que caminar, empinados en el taconeo alegre de los zapatos de charol. Un vestido negro de falda ancha y corta, lleno de bolitas blancas que se mecían al vaivén de sus caderas, dejaba generosamente al sol hombros y muslos, provocando a su paso galanterías, suspiros e incluso que se le escurriera la baba a uno que otro desprevenido admirador. Ella era también el deleite de los muchachitos que simulaban continuar con el juego de canicas mientras, agazapados, le colaban una furtiva mirada entre las piernas y pasaban el resto del día presumiendo hasta de lo que ni siquiera habían visto. Se me antojaba que esa sinuosidad exótica de su cuerpo no era terrenal y decía el Tío Augusto, quien sabía de óleos y lienzos y vivía pintando querubines, que la belleza que lucía su rostro había sido pincelada con la magia de alguno de los genios del Renacimiento. Esa tarde estival traspapelada ahora en la memoria de mi primera juventud, mis ojos enamorados se fueron tras ella hasta el final de La Calle Larga. Allí su silueta se difuminó entre los espejismos de vapor con que el asfalto ripostaba la agresión inclemente del sol. Un calor súbito me invadía el interior y mi sangre se aceleraba entre las venas cada vez que la veía. La sentencia de su padre de encerrarle si le llegaba a ver hablando con algún extraño, me ponía grilletes hasta en la voz. La amenaza implicaba especialmente mi nombre porque tuvo origen cuando él mismo interceptó un papelito que yo le había enviado con su hermana menor en el carnaval del año anterior. El escrito le decía que quería verla en el Desfile de Guacherna donde yo estaría disfrazado de D’Artagnan y que me dijera cuál sería su disfraz. Aquella imprudencia de mi parte me trajo de regreso una incertidumbre total. Más grave aún era no saber qué terreno pisaba con ella y el silencio se me hacía insoportable y eterno. Pensé: Qué carajo! Tengo que animarme. Lo peor que podría pasar sería que me dijera que nó. Sin embargo, eso podría no ser lo peor. Podría suceder que se riese o compadeciese de mí. Aunque yo no le temiera al ridículo, ése era un monstruo al que no era bueno despertar. No sabía yo si ella lo sabía pero yo aún no cumplía los 18 y ella, con sólo un año más que yo, hacía mucho tiempo era toda una hembra, digna ya de merecer. Ser exitoso con las mujeres era algo muy relativo en mí pues, si bien era cierto que ya había tenido varios amores y vivido algunas aventuras, no podría precisar si eso era haber tenido éxito o si, al contrario, había sido yo alguien fácil de ser conquistado. Sin embargo, pretender a Candelaria era querer jugar en las Grandes Ligas. Sabía yo de más de uno que la asediaba y que eran rivales de peso en edad y solvencia. Mi gran motivación estaba en ese destello de complicidad mezclado con ternura que había visto en su mirada en las dos oportunidades que habíamos tenido de vernos a los ojos y de cerca. La primera vez, en la Iglesia, yo con la hostia en la boca, siendo observado por el cura, mirándola de frente y sin poder pronunciar palabra. La otra, hacía mucho tiempo ya, a la entrada del teatro Estelar, cuando fue ella quien a duras penas pudo soslayarme una mirada para que su padre no lo notara, sabiendo ya que no era yo el santo de su devoción. La inseguridad, en cambio, me la daba el no conocer qué expectativas tenía ella. Si bien era cierto que sonaba romántico y muy económico un paseo por la orilla del mar, a la luz de la luna, a ver las estrellas reflejarse en el agua, algo como aquello habría que complementarlo con una invitación a bailar o tal vez a cenar y yo apenas podía con lo primero. Con estas reflexiones tan pesimistas yo mismo creaba una confusa mezcla de sentimientos dentro de mí. Si ella llegara a rechazarme con burla o arrogancia, no sólo echaría por tierra mi fantasía y mi admiración por ella sino que podría trocar mi amor por desprecio. Por mucho que me trajera loquito de amor, a pesar de mi escasa edad ya tenía yo muy claro que la dignidad era una de las cosas de la vida con las cuales no podría transigir. Cambié la táctica a ser paciente y entretanto me preparaba mejor para cuando llegara el momento. Madrugaba todos los días a fortificar mis músculos corriendo hasta extenuarme en las playas de Palmar. Decían que aquellas arenas blandas tonificaban y endurecían las piernas. Luego descansaba ayudando a los pescadores que regresaban con los primeros rayos del sol a descargar sus redes. Al tiempo que ayudaba a halar las canoas hacia la playa, enjuagaba el sudor con baños de mar que, según mi abuela, eran muy saludables si se tomaban bien temprano, en las mañanas. Más tarde, con los pescadores, desayunaba con pescado fresco, yuca y plátano. Sin eso, decían ellos, todo el esfuerzo de mis músculos estaría perdido. Debía comer muchas proteínas. Así aprendí sobre pargos rojos y corvinas, mojarras y peces sierra y también muchos secretillos sobre aquel oficio que luego optarían por llamar la pesca artesanal. Con aquella gente del mar me nutrí en cantidades de su profunda filosofía, parapetada detrás de esa forma elemental con que solían andar por la vida sin hacerse notar. Consciente de mis deficiencias en el baile, me iba en las tardes de los sábados a los bailaderos de salsa brava en el barrio Tonsolo, donde bailar, sin pareja, era una demostración de masculinidad y estado atlético porque se terminaba empapado en sudor, después de un par de horas azotando la baldosa, como algunos llaman al bailar en el argot caribeño. También el tipo de música que se bailaba era toda una exigencia. Sólo los duros de la época eran admitidos para sonar en aquellos lugares: Ray Barreto, Joe Cuba, Hector Lavoe, Willie Colon, Richie Ray & Bobby Cruz, Ismael Rivera, Cortijo y su combo, y otros, muy pocos, no menos merecedores de reconocimiento. Sus discos de acetato se tocaban en los famosos picot (pick up) que no eran otra cosa que gigantescos parlantes respaldados por un amplificador de tanta potencia, que si sonaba con todos sus vatios, podría, hasta un dinosaurio, de su sueño milenario despertar. Al anochecer, la seguía a distancia conveniente para poder verla sin que me viera y mientras ella caminaba las pocas cuadras que la separaban del trabajo a la casa, yo me convertía en su ángel de la guarda. Para hacerme interesante, sólo me dejaba ver en las mañanas de los domingos, en la iglesia del Amparo Eterno donde ella asistía a la misa. Fresco y bien vestido, amándola hasta el sacrilegio, haciéndome el que no la veía, pero sabiendo que ella me miraba. Intentaba así que se acostumbrara a aquel momento de la semana. Que le inquietara el no verme y yo estar allí para notarlo. Parodiando a Benedetti, mi estrategia era que llegara el momento en que ella ansiara la llegada del domingo para poder verme en la misa. Que poco a poco y sin darse cuenta cómo, un día despertara y sintiera que no podría vivir el resto de la vida sin tenerme a su lado. II En las noches, asistía, con mucho interés, aunque con demasiado sacrificio también, al último año de mi educación secundaria. A pesar que la avidez por aprender era mi pan de cada día, nunca había sido lo que en lo académico podría llamarse un buen estudiante. No obstante, esos dos últimos años de bachillerato fui, sin proponérmelo, uno muy bueno y por momentos el mejor estudiante de la clase. La indisciplina que a tantas dificultades me enfrentó en los primeros años de mi juventud era ahora desplazada a empellones por una madurez provocada por el afán de merecer a quien se había convertido en la razón de mi vivir. Emilio, mi profesor de ciencias sociales, cautivaba mi atención con sus disertaciones muy amenas sobre la historia universal. Muchas veces, saliéndose del programa, nos paseaba durante la clase por aquellos hechos épicos de la historia en que los oprimidos se levantaron contra sus opresores y así nos llevaba desde Espartaco, un poco antes de Cristo, hasta la revolución de los bolcheviques en los comienzos del siglo pasado. Caminando juntos en las noches, a la salida de clases, él y yo fuimos cultivando una buena amistad, que abonábamos con mis ganas de saber y su pasión por enseñar y también con un mutuo respeto por la indepen-dencia de pensamiento de cada uno. Con una decena de años más que yo, Emilio parecía saberlo todo y yo pasaba muchas horas conversando con él, unas veces de política y otras veces de mujeres. Lográbamos entretenernos tanto en el manejo de ambos temas, que el amanecer nos sorprendió más de una vez en su buhardilla emparedada con libros, sin que el hambre o el sueño hubieran logrado retraernos de nuestro coloquio. Cuando notaba mi angustia en el empeño por conseguir el amor de Candelaria, Emilio me llenaba de valor, reforzaba mi auto-estima y me transmitía con generosidad sus experiencias con el sexo opuesto. Me contaba la triste circunstancia en que el amor de su vida había pasado a ser el amor de otro y porqué el prefería ahora compartirla y no resignarse a no tenerla. Nos asignábamos tareas interesantes como leer a Henry Miller o al Marqués de Sade, para luego confrontar nuestro criterio en lo sensual, lo erótico y lo sexual. Todo lo que de ello mi mente pudo digerir, lo uní al inventario que ya tenía en mi haber y dejé que el tiempo hiciera el resto. Así afirmaría años más tarde, que aparte de lo elemental, no hay en el sexo o en el amor, ni en la combinación de ambos, mejor maestro que las propias vivencias de cada uno. El deleite de los sentidos no admite teorías y sólo un paciente y mesurado uso de éstos trae consigo la experiencia que permite aprovecharlos cada vez mejor. Hablábamos también de nuestra América latina que hervía a borbotones por esos días. La bulla de la revolución de Cuba aún hacía eco en las mentes de muchos jóvenes que veían un estímulo en gestas como las del Che Guevara y el padre Camilo Torres. El hecho de haber muerto ambos en combate armado, los convertía en mártires y esto motivaba aún más a sus seguidores en vez de desalentarlos. Algunos de ellos optaban por unirse a grupos rebeldes armados que se organizaban en las montañas y las selvas. Recuerdo que más de una vez usamos el receptor Zenith Transoceanic de Emilio para escuchar a Fidel Castro en su arenga proselitista por la clandestina Radio Habana. Cuando veía a mi joven profesor tan emocionado con aquellos candentes mensajes de los discípulos latinos de Marx y de Lenin, me preguntaba si aquello no iba más allá de las “ideas de avanzada” con las que él decía simpatizar. En broma le preguntaba quién iría a cuidar de Glorita, su amor prohibido, si él terminaba un día yéndose a las montañas, para unirse a “la cosa,” como él llamaba a esa lucha por la ecuanimidad social que Fidel pregonaba con firmeza. En igual tono de broma, con una sonrisa generosa que le era característica, me respondía: “Lo que yo no sé es qué harías tú con dos mujeres si eso pasara. Como buen amigo estarías destinado a ocupar mi lugar si yo me fuera. III La vida continuaba en mi ciudad, donde lo cotidiano no llegaba a ser rutinario porque la imaginación de la gente no cesaba de innovar y lo único que no cambiaba era la canción del loquito callejero. Decían que había desertado de la Legión Extranjera en la guerra de Argelia, y desde su llegada, hacía como quince años, paseaba sus desvaríos por la ciudad, viviendo de la caridad de la gente y cantando “La petite Fleur” en un horrible francés. En aquella tierra de cumbias, porros y paseos vallenatos no había habido quien pudiera convencerle de que cantara algo más popular, como La Múcura o La Gota Fría, obras maestras del folclor regional. Ya volvían, después de un año, los vendedores ambulantes, con renovada arenga y mercancías multicolores a participar del comercio informal que generaba el Carnaval. Ofrecían sombreros vueltiaos, capuchones de marimondas, pitos, caretas de torito, aceite quemado, para el disfraz de indio, mango biche con sal, para pasar el aguardiente, harina de maíz para disfrazarse de nada, antifaces, máscaras y muchos cachivaches más que la gente compraba estimulada por la cercanía de las festividades para las que la ciudad se preparaba con solicitud durante todo el año. La casa de Candelaria estaba calle arriba, un poco más adelante de la mía, en la acera del frente y si me asomaba un poco a la puerta, podía ver la suya desde allí. A veces, con la ayuda de la brisa, podía escuchar su voz que era como música para mis oídos. Otras veces su padre dejaba la puerta abierta y a mi llegaban por fragmentos los boleros que cantaba Roberto Ledesma antes de su feliz encuentro con Armando Manzanero. No había riesgo que Don Edgar pusiera un disco de la Sonora Matancera o de Rolando Laserie. Nó. Era siempre Ledesma. Se me olvidó tu nombre o Donde estás corazón podría la calle entera cantarlas en coro si se les pidiera, de tanto haberlas escuchado salir por aquellas ventanas. A mí me venían bien porque me recordaban la voz de mi madre cantándolas con su dejo de nostalgia y pasión, que le hubieran envidiado hasta Maria Luisa Landín o Carmen Delia Dipini, divas de la canción de un pasado cercano. A aquellos boleros yo replicaba, cuando la brisa iba de vuelta, con las baladas de Sandro, que eran mis preferidas y yá sabía por Martina, mi vecina de enfrente, que a Candelaria le encantaban. Porque yo te amo, que el tocadiscos RCA del tío Augusto reproducía en sonido estereofónico, viajaba hacia ella con la esperanza de que captara el mensaje contenido en la canción: “Por ese palpitar que tiene tu mirar yo puedo presentir que tu debes sufrir igual que sufro yo con esta situación que nubla la razón….” Es que Candelaria representaba el amor en su más pura y manifiesta esencia. Amor con dolor. Con madrugadas de insomnio. Mi almohada guardaba mi voz ahogada, pronunciando su nombre y mis lágrimas de ansiedad de tenerle allí mismo entre mis brazos. Si mis sábanas hubieran podido hablar habrían contado historias de pasión y deseo que ella, ausente aunque presente, protagonizaba en las noches, debajo de ellas, poniendo a prueba cada uno de los poros de mi piel. Era musa que me llevaba a intentar la poesía. Mi madre se veía sorprendida por lo rica que se iba tornando mi prosa, desparramada en la infinita hilera de cartas que recibía, en las cuales todas las líneas iban dedicadas a Candelaria y a mi obsesión por lograr su amor. Ella me metió en el alma y en la mente ese vivir por la música y con la música y mis primeras canciones hablaban sólo a ella y de ella. Candelaria era también mi debut en el oscuro mundo de los celos, el despecho y la impotencia. Celos motivados por el temor de no conocer sus sentimientos. Despecho por no tener su atención, que me incitaba a la perdición, al vicio, incluso al alcohol y su falsa promesa de ahogar la pena. Impotencia de no poder exteriorizar el sentimiento que presionaba en mi pecho hacia fuera, como el Vesubio a punto de erupción. Era también motivación a lograr el éxito en todo lo que me proponía y a proponérmelo todo. Ella me llevaba a la vanidad por querer ser el hombre más atractivo e interesante del mundo, sólo para sus ojos. Ilusión de lucirla por las calles, colgada de mi brazo. Era alegría y optimismo. Esperanza de verter todo ese sentimiento y pasión en su hermosa humanidad. Rendición incondicional a sus deseos, cuándo y como ella quisiera. Ella era todo en mis sueños. Era la madurez que me llevaba a interesarme por lo trascendental de la vida. Era ternura y rabia. Obstinación por lograr su amor contra todas las adversidades. Era mis ganas de volar y verlo todo desde arriba. De descubrir y conquistar. Era amor que lideraba hacia el triunfo. Hacia lo imposible. Pasó aquel Carnaval, casi sin novedades para mí, aunque después de haber vivido muchos más, debo decir que la música que se escuchó y bailó ese año quedó para siempre grabada en mi alma y en la del pueblo también. La gente aún lo recuerda como el carnaval más musical de todos. Fue un momento de esos que sólo se dan una vez, donde muchos de los músicos asistentes eran los más grandes del momento y alcanzaron el apogeo de su talento y su repertorio durante esos cuatro días. El Sábado de Carnaval, en la caseta “La Sabrosa” la parranda estuvo animada por una constelación encabezada por Cortijo y su combo, seguido por Lucho Bermúdez y su Orquesta y como si fuera poco Los Corraleros de Majagual para cerrar. Sin embargo, mi mayor motivación estaba en que Martina, mi vecina, iría con su novio y había invitado a Candelaria para ir a bailar con ellos. Me avisó para que comprara las boletas y yo no dudé en negociarlas con los revendedores. Era su estrategia agotarlas y luego revenderlas al doble del precio original. Lo malo fue que Marina no logró ponerse de acuerdo con Candelaria y terminamos bailando ella y yo toda la noche pues tampoco su novio pudo llegar. Poco después me enteré que Candelaria nunca supo a tiempo que yo era el cuarto invitado. Fue entonces bueno saber que, tal vez, como no lo sabía, no hizo un mayor esfuerzo por superar los obstáculos que su padre puso a la invitación de Martina. Saber que lamentó no haber ido fue una buena nueva pero mejor aún, que no pareció gustarle mucho que Marina y yo hubiéramos estado solos y bailando juntos toda la noche. IV Llegó el Miércoles de Ceniza y los buenos parroquianos volvimos a la Iglesia, como queriendo borrar los excesos de aquellos cuatro días de desorden. De lejos la vi, sin que ella lo supiera y luego me dejé ver, fingiendo no notarlo. Hermosa como siempre, con la cruz de ceniza en la frente y la escolta en ambos flancos que eran sus padres. El Cura Vivetti nos pintó también, a mi tío y a mí, con sus dedos, la simbólica cruz, para recordarnos que polvo éramos y en polvo volveríamos a convertirnos. Las noches posteriores al Carnaval se instalaron en el aire, silenciosas y lúgubres y yo, que de lo que menos tenía era de supersticioso, les vi llegar, con algo de temor, como en un cuento de Poe, cual si fueran el anuncio de algo fatídico. La brisa, que cada vez era más tenue, ululaba por los callejones oscuros y después soplaba al norte, hacia el puerto. Luego regresaba del mar, con renovado aliento, oliendo a salitre fresco y barría de nuevo las aceras, como en despedida, pero resistiéndose a irse del todo todavía. Volvieron unos a sus trabajos y los otros, que debían reintegrarse a sus estudios decidieron, en cambio, iniciar una huelga que se prolongó casi por un mes y se tornó por momentos violenta, en enfrentamientos con la policía que trataba de volverlos a las aulas por la fuerza. Mi tío Augusto que era tal vez el más joven y sobresaliente líder de la docencia regional, no se resignó a quedarse pintando bellezas angelicales en su estudio y se fue a convencer al comité de huelga de regresar a las clases para entonces entrar en discusión. Su frustración fue muy grande pues su discurso ni siquiera fue escuchado en medio de tantas voces altisonantes, más amigas de la anarquía que de la justicia social que decían propugnar. Pocas horas después, en su despacho, su corazón le jugó una mala pasada y así, con un gesto de impotencia que se le congeló en la cara, dejó a los estudiantes con su revuelta y se fue para siempre, con los últimos soplos de la brisa del carnaval. La temprana premonición del cura lituano en el inicio de la cuaresma, aliada con el silencio y las sombras de aquellas noches extrañas, se llevaron su juventud y su profunda elocuencia a rendirle cuentas al jurado del Juicio Final. Esther, su esposa, hermosa y más joven aún que él, no consiguió aceptar jamás su partida y mucho menos quiso escuchar mi inocente petición de ponerle sus aparejos de pintura en el ataúd. No sabíamos, decía yo, si acaso su talentoso aunque ignoto pincel pudiera ser destacado para unirse a los que ya se ocupaban de pintar la bóveda celestial. Queriendo alejarme de tantas palabras y abrazos que no quería, alcanzaba ya casi la salida del velorio, cuando me encontré de súbito frente a los brazos de Candelaria que se abrían para recibirme. Me invadió entonces una mezcla de emociones que me hizo olvidarlo todo y me refugié en su pecho de vecina primero, de amiga luego y cuando empezaba a sentir ya el de mujer, una mano en el hombro me sacó, con un poco de brusquedad, de aquel incomparable éxtasis. Era su padre que me expresaba su pena por mi tristeza pero a la vez me separaba de su más cuidado tesoro. Pensé cuán ambigua era la vida que había hecho coincidir en tiempo y lugar dos momentos de mi vida tan sublimes y de emociones tan opuestas.

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Published on e-Stories.org on 21.08.2014.

 
 

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