Álvaro Luengo

EN DEFENSA DE LOS ANIMALES

Robustiano era un zorro de modales bastante barriobajeros que había adoptado la costumbre de presentarse todas las noches en el porche de casa para pedir su cena.

Y el caso es que era un borde de cojones.

Mi mujer lo decía y tenía razón, porque era intempestivo, brusco y altanero, pero también tenía sus virtudes, que todo hay que decirlo. Y una de ellas era que era un magnífico informático.

Y si tenéis un par de minutos os explicaré las convincentes razones de mi afirmación:

Resulta que una tarde se me estropeó la tecla de la letra N de mi portátil, y fue por culpa mía, que lo pisé sin querer en un desafortunado escorzo que me dio por hacer un día.

Y seguro que muchos de vosotros sabéis lo incómodo que resulta escribir  con alguna letra que no sale a menos de que aprietes insistentemente su tecla, ¿no?, que no seré el único. Pues eso. Una situación muy fastidiosa para mí porque lo uso mucho, así que lo subí a la tienda de informática del pueblo y allí me dijeron que ellos no trabajaba esa marca y que lo mejor sería que lo llevara a arreglar a Madrid, con lo que bien encabronaíto estaba yo cada vez que me ponía a escribir alguna tontuna. Todo el día encabronado, como os podéis imaginar.

Y el caso es que una noche de verano en la que nos quedamos de charleta en el porche después de cenar, apareció Robustiano, dando saltos y haciendo aspavientos como el que llega de mal humor de la oficina después de tener un día complicado, y así como exigiendo la cena a su mujer de muy malos modos, que con alguien tendría que pagar los platos rotos…

Y como aquello de que me tomaran por una señora zorra no resultó de mi agrado, y lo de exigir en vez de pedir me acabó de tocar las bolas, y más aún al ser delante de nuestros invitados, me levanté y le dije:

-¡Oye, tú, Tarzán de mierda! ¿Te crees que esas son formas de presentarse?... ¿No te da güergüenza?

-Vergüenza- me corrigió mi mujer.

-Pues lo que yo decía, güergüenza- me afirmé yo -Se supone que los zorros sois sigilosos, y tú apareces como un vendaval, sobresaltándonos en la   oscuridad como si fueras un hipopótamo que viniera a atropellarnos… Pues ahora te esperas, por maleducado, que ya te sacaré luego la cena si me da la gana de hacerlo… ¡Que aquí mando yo!

Y él se sentó con desgana frente a mí, y se me quedó mirando atravesado con un aire de desdén gatuno con el que parecía advertirme:

-¿Ah, sí, eh?... ¿Con que esas tenemos?... Pues te vas a enterar de lo que es bueno, por soplagaitas.

Y en cuanto tomé asiento y le di la espalda para seguir hablando con mis invitados, el muy canalla le pegó un tirón con los dientes al cable de mi portátil y me lo escojonó toíto con gran estrépito contra el suelo, tras lo que huyó como un rayo carcajeándose mientras se perdía en la oscuridad de la noche.

Yo me levanté de un salto y repasé todo su árbol genealógico, amenazándole grave e injustamente, porque cuando me calmé y revisé el estado de mi ordenador descubrí que la tecla de la letra N funcionaba perfectamente…

-¡Robustiano!... ¡Robustianito!- le llamaba yo arrepentido, vagando por el jardín, con una linterna en una mano y 30 euros destinados a pagar sus servicios en la otra, y así comprar su perdón.

Pero lo de los 30 euros le debió parecer poco, porque el caso es que no le volví a ver más. Y quince o veinte días después me contaron que alguien había atropellado a un zorro por allí cerca con su coche, vete a saber si aposta o sin querer, porque por es notorio que hay bastante imbécil suelto por todos lados.

Y como consecuencia de su pérdida, a los pocos días se instaló a vivir en casa un ratón. Muy higiénico, eso sí, porque siempre hacía sus deposiciones sobre los paños de la cocina y no dejaba migas sueltas junto a las galletas que mordía. Esteban se llamaba, para que veáis que no miento.

Y estoy seguro de que eso jamás hubiera sucedido estando Robustiano en las cercanías, pues él era un maestro manteniendo a raya a los ratones del jardín. Y mi mujer también lo sabía pero callaba la muy ladina. Un proceder muy gatuno el suyo también.

-¡Al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios!- decía yo cuando ella se quejaba porque Esteban había roído alguna de sus zapatillas para merendar -¡Con Robustiano no habría pasado!

-¡Y una mierda!- me contestaba ella.

Porque es sabido que como alguno de nuestros amigos no les caiga en gracia a nuestra pareja, él ya podrá tener mil detalles buenos, que con que cometa un solo error la cagará sin perdón, porque será estigmatizado para siempre y nuestra dueña levantará alambradas eléctricas cada vez que quiera acercarse a casa, con lo que tendremos que conformarnos con quedar con él en algún bar cuando queramos vernos, y mucho ojo con volver tarde a casa, ¿eh?, porque saliendo con Armando no me fío ni un pelo... Y bien lo sabéis lo que os digo, que esto es un cuento para adultos.

Y el caso fue que yo me quedé muy entristecido por ese amargo final, en el que no me dio tiempo a cimentar nuestra amistad (con Robustiano, no con Armando) y a averiguar si él estaría dispuesto a hacer algún trabajo de mantenimiento en casa además de ser mi informático de confianza, a cambio de un buen plato de sabroso menú diario. 

-Bueno pala todos, bueno pala colazón- pensaba yo, que soy taoísta.

Y así es como me he vuelto un ferviente defensor de los animales y estoy firmemente convencido de que debemos cuidarlos y tratarles bien. Entre otras muchas razones porque nos libran de bichos aún más molestos que ellos, que siempre los hay, y además nos arreglan los ordenadores que nadie sabe arreglar. Los portátiles al menos, no he probado con PCs.

Así que ya sabéis: las únicas excusas para matar a alguno son que sea en defensa propia (como a los mosquitos) o que nos lo vayamos a comer (como Aníbal Lecter).
 
 

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Published on e-Stories.org on 01.08.2016.

 
 

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