Alvaro Vadillo

Los Descubridores

Pese a que era un día especialmente desapacible los habitantes de Baiona se agolpaban en el puerto para comprobar qué había de cierto sobre el rumor acerca de un barco fondeado en la playa procedente de las Indias. A esa hora el corregidor de la villa ya departía amistosamente en su residencia con el capitán de la embarcación, Martín Alonso Pinzón mientras el resto de la tripulación desembarcaba envuelta en una pestilencia indescriptible propia de dos meses de navegación. Según contaban a los atónitos vecinos, una terrible tempestad los había separado hacia veinte días de La Niña, la otra carabela que les acompañaba y de la que no habían vuelto a tener noticia. En ella volvía el almirante Colon después de haber encallado su navío en la isla de La Española. Pero realmente estaban de vuelta de un viaje mucho más largo, de no menos de siete meses en los que habían dado la vuelta al mundo por el oeste, hasta el Mar de Japón donde habían pasado unos cincuenta días explorando las Indias. Tal era el delirio de la tripulación contando los pormenores de su hazaña que los habitantes de la villa pensaban que habían perdido el juicio y reían descaradamente ante tanto disparate.

Viendo consternado que la mofa no cesaba el Contramaestre Juan Quintero ordenó a dos grumetes desembarcar varias cajas caladas de la bodega, donde escondían mercancías que traían de más allá de los confines del mar. Enrollada en una tela de saco mostró orgulloso unas frutas redondas y algo toscas, a las que por lo visto los indios llamaban papas. Ante el estupor de la gente dudosa de acercarse a ver aquel engendro misterioso, el representante del arzobispado de Pontevedra advirtió solemne y desafiante que “Por ningún sitio la Santa Biblia nombra ese fruto. Entonces si no estuvo en el Paraíso del Señor no debe ser comido por cristianos”. El tumulto asentía con determinación las palabras del eclesiástico, aunque quedaron aún más sorprendidos al ver sacar de otra de las cajas unas hojas secas mal enrolladas. Maestre Diego, el boticario, les contaba - “Los indios mascan esta hierba incluso la desmenuzan y la meten en uno de los extremos de una trompetilla que llevan siempre al cuello, luego ponen un carbón encendido encima y aspiran por el otro extremo de tal modo que se llena el cuerpo de humo”. La gente se acercaba asombrada a contemplar aquellas plantas misteriosas con sigilo y admiración, dignas de provenir del mismísimo paraíso. El religioso observaba con curiosidad los exóticos productos que llegaban de tierras no evangelizadas pero aquella maña con el tizón y las hojas le parecía todo un despropósito. Mientras discutía con el Contramaestre acerca de la pertinencia de pervertir aquellas gentes con sus endiablados hallazgos dos de los marineros abrieron un saco de donde dejaron a la vista lo que parecía ser un cereal pero mucho más grande y luminoso que el trigo. “los indios lo llaman maíz, lo secan, lo hornean y lo convierten en harina”, dijo el alguacil Juan Reynal, a lo que la muchedumbre exclamo asombrada y sonoramente por el brillo de las mazorcas.

Sobre la cubierta de popa Rodrigo de Triana y otros dos marineros se afanaban por quitar lo poco que quedaba de velamen del trinquete y del mayor después de aquella tormenta de la que pensaron que no sobrevivirían. Solo el palo de mesana se había salvado de las embestidas del terrorífico viento del Mar de Alborán. El Contramaestre entusiasmaba a la muchedumbre mostrando dos esplendidas parejas de papagayos verdes y rojos enjaulados, y varios collares hechos por los indios de pedrerías y huesos de pescado. Pero el entusiasmo pasó a ser éxtasis de la muchedumbre al sacar de un cofre unos enormes y pesados cinturones de oro, que difícilmente podía sujetar con una mano. Aquellas joyas y todas las riquezas que los navegantes  deslumbraban a los habitantes de la villa, que ya no mostraban interés por las historias de un tal cacique llamado Guacanagarí ni del terrible caníbal Caonabo, si siquiera por la suerte de los marineros que habían quedado allí a su suerte protegiendo una fortaleza construida con los restos del naufragio de la Santa María. En la bodega, dos de los hijos del cacique que viajaban junto con otros indios se miraban preocupados por aquellas exclamaciones de codicia proferidas en una lengua que no entendían. Albergaban la sensación de que acababan de despertar unos sentimientos hasta entonces no conocidos ni para ellos ni para los que afuera les esperaban ansiosos por verles.

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Published on e-Stories.org on 09.08.2017.

 
 

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