Fernando Otero

Redencion Presidencial

Había llegado a la Isla Caribeña en el vuelo de las 8 de la noche. Muy tarde para empezar la instalación de la grabadoras de líneas telefónicas en el centro de atención al cliente de la aerolínea nacional y muy temprano para pensar en dormir. Esperó por el equipaje y decidió que lo mejor era irse directo al hotel.  El hotel, parte de una cadena americana, estaba situado muy cerca del aeropuerto. Después de completar el protocolo de la registración y dejar las maletas en la habitación, decidió bajar al bar del lobby y añadir su soledad al conjunto de soledades de todos los viajeros de negocios, quienes cansados de la monotonía de la repetición de noches idénticas y de extrañar el olor del guisado casero, compartían horas hablando de las cosas más triviales y sin sentido, acompañados por una cerveza fría o un “Gin and Tonic” para aquellos más sofisticados. Después de tantas noches similares trabajando como ingeniero de campo, sabía que la conversación sería igual a las conversaciones que había sostenido otras noches en hoteles de otras esquinas del mundo. Y que la tertulia no era sino una versión más elaborada del cuento del gallo capón del Macondo de Gabo usado como medicina para combatir las noches de insomnio.

Después de horas de charlas insignificantes, llegó la hora de irse a la habitación a encender el televisor en el canal de CNN en Español para que lo arrullara al sueño. Y se durmió solo para ser despertado por voces llamando su nombre y toques rápidos en la puerta. Pedro Fernández abra inmediatamente, decía una voz fuerte con tono de autoridad. Abrió pensando en una emergencia en la casa lejana, pero si así hubiera sido porque no llamaron por el teléfono, se dijo a sí mismo para tranquilizarse.  Abrió la puerta, y se vio cara a cara con un oficial del ejército. El mal aliento del oficial, terminó por despertarlo y de hacerle caer en cuenta que algo serio estaba pronto a suceder. Vístase, que usted viene con nosotros, pero apúrese que es para hoy, le dijo el oficial mientras tres soldaditos observaban la escena en silencio. Se vistió tratando de imaginar cual sería el desenlace de la aventura que empezaba a cuajarse en frente de sus ojos. No se olvide de sus herramientas, le dijo el oficial. Así que agarró la caja de herramientas Pelican 1610 que compró en el Home Depot de Miami en el viaje del año pasado. El oficial iba al frente marcando el paso, mientras él lo seguía cargando las herramientas, seguido por los tres soldaditos quienes cuidaban la retaguardia acostumbrados a cuidar al oficial de enemigos invisibles. Entraron a un jeep color verde oliva y emprendieron  la marcha. Reconoció las calles, lo cual quería decir que iban al único sitio que conocía de la ciudad, el aeropuerto.

Y no sé equivocó. El oficial se bajó del jeep antes de que se detuviera completamente, y volvió a repetir el apúrense que es para hoy. Trato de mantener al ritmo pero el peso de las herramientas lo hacía moverse lentamente. Vamos a la torre de control, resopló el oficial, lo cual significaba que tenían que subir escaleras pues no había ascensor. Carajo, y hay gente que piensa que viajar como ingeniero es glamoroso, pensó mientras arrastraba las herramientas que parecían más pesadas.  Martínez, agarre las herramientas y hágale que esto es una emergencia, grito el oficial. Uno de los tres soldaditos, saltó como empujado por un resorte, le arrebató la caja y continuaron el ascenso a un ritmo veloz. Llegaron al cuarto frío y oscuro, solo alumbrado por las luces de las pantallas de radar y de los computadores que estaban desperdigados, sin orden aparente en la sala. Los controladores aéreos de turno se miraron entre sí con miradas de sorpresa, pero solo por un segundo. Personal del ejército en la torre de control era indicativo de problemas, pero inmediatamente reasumieron las conversaciones como si nada, pues sabían que la mejor fórmula para una vida tranquila era aceptar el hecho inevitable de que los uniformes militares tenían los mismos componentes mágicos de la capa de invisibilidad de Harry Potter.

Fernández, dijo el oficial, la misión es crítica sin chance a fallar. Es necesario, continuó, que encuentre el audio y la información de un avión que envió un mensaje de radio a las trece horas, quince minutos y veinticinco segundos de hoy.  Mierda, pensó, aquí tienen el bendito modelo 4545 con cintas de audio digital y las cabezas que se salen de alineamiento con la brisa. Miró el reloj, eran las 3 de la mañana. Sabía que iba a ser una actividad larga.

Comenzó la tediosa y meticulosa tarea de encontrar los ceros y unos reconstruyendo la información paso a paso. Más que ciencia era un arte aprendido a base de cometer errores en muchas otras noches. Pasaron las horas, las cuales no podía cuantificar, pero la luz del sol en su pináculo y el olor de pescado frito que cocinaban en la habitación contigua tres negras isleñas quienes cantaban las canciones de Celia Cruz, le indicaban que estaba cerca al mediodía. El trio de soldados y un oficial se había expandido a cinco generales, dos tenientes, tres congresistas y representantes del consejo de seguridad. Se sintió ligero y feliz cuando la tarea estuvo finalizada y pudo decirles el esperado aquí lo tienen. Uno de los generales, el que tenía más medallas en el pecho, se dirigió a los controladores y les ordenó que salieran de la habitación. Ponga el audio, le ordenó. El audio dejaba oír una conversación de la torre de control ordenando a todos los aviones que abrieran campo pues el avión presidencial iba a aterrizar. De pronto una voz que en la pantalla la cual era identificada con la matricula de un avión respondió al mensaje con un “tengan cuidado que el hijo de puta número uno está llegando”.  Mierda, dijo uno de los generales, mirando la pantalla y a un avión en la distancia, ese avión es el que está en la pista listo a despegar. Se oyeron órdenes ir y venir y llamadas de teléfono. El avión en la pista fue rodeado por camiones de militares para impedir cualquier movimiento. En menos de quince minutos, mas generales llegaron a la habitación seguidos por un hombre bajito, gordo y calvo que olía a agua de mentol. Todos en la habitación lo saludaron con respeto. Era el presidente de la nación. Venga para acá su excelencia, le dijo el general de las medallas, ya lo tenemos en esta frecuencia. El presidente obedeció, tomó el micrófono, resopló como los toros bravos antes de embestir la muleta del torero de turno, se secó el sudor de la frente, y se sintió liberado cuando al fin pudo quitarse el peso de encima del insulto que todos sabían pero que nadie mencionaba, cuando pudo decir a los cuatro vientos para que lo oyeran todos en la habitación y los que estaban en el otro lado de la transmisión las palabras liberadoras: más hijo de puta eres tú.
 

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Published on e-Stories.org on 03.11.2017.

 
 

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