Manuel Morelli

Espantapájaros

Mayo 2014 – Marzo 2015
 
La vieja se estaba volviendo loca. Creo que al matarla le hice mucho bien.
     Aunque la lectura de la situación conlleva ciertas dificultades, creo que todo comenzó con los espantapájaros. A algunos metros de la choza teníamos una pequeña huerta, y los cuervos simplemente no dejarían de molestar. Al primero lo colocamos en la primavera del ’43, si mal no recuerdo.
    Dudo mucho que en el pueblo nadie supiera de nosotros, pero al menos nadie decía nada. A diferencia de la mayoría de los pequeños pueblos, en éste jamás se escuchaban susurros por las noches. De todos modos, vivíamos en las afueras del pueblo, en la parte más alejada de este y más cercana a la ruta. Vivíamos de una pequeña huerta, de la que personalmente me encargaba de arar, sembrar y cosechar. Bebíamos agua de pozo, provista por una poderosa bomba.
    El mosquete de mi abuelo no me era de utilidad para espantar a los odiosos pájaros; y, como era costumbre, a veces se agrupaban veinte o treinta cuervos negros frente a la huerta, y no podía permitirlo.
    Para el primero utilicé la última calabaza que tenía; junto a un deforme y ancho pequeño tronco, y un viejo sombrero. Cuando estuvo terminado, coloqué sobre su torso una camisa rota y sobre sus manos guantes de jardinería. A esta calabaza, naranja y madura, le tallé una cara tan triste como inexpresiva, dándole así un aspecto de temprano Halloween. A la vieja no le gustó nada, pero daba resultado. Ahora, en vez de preocuparme por nuestro modus vivendi, comencé a preocuparme por su locura. Tal vez había estado algo ciego y distraído como para darme cuenta en el pasado, pero ahora era inminente.
    -Él me mira, ¿sabes? –me decía ella; y mi única opción era ignorarla.
    Por supuesto que la miraba, a los dos; la cara del espantapájaros apuntaba directamente hacia nuestra ventana. A veces parecía triste, solitario, como si esperara amigos; pero todas las aves simplemente no querían verlo y se alejaban.
 
Luego empezaron las pesadillas. El verano ya estaba llegando a su fin. La diferencia entre el verano y el otoño era muy pequeña, la temperatura solo variaba unos pocos grados en ese lugar; de hecho, esto sucedía todo el año, exceptuando al invierno. El invierno era crudo y frío. Era helado.
    En medio de la noche sus gritos me habían despertado –al principio eran solo gritos-, y corrí a su habitación, atravesando el angosto pasillo y dejando atrás, en el suelo, vidrios rotos como restos de una vieja fotografía y de un recuerdo.
    Creo que lo que más lograba ponerme los pelos de punta, era la manera en la que la vieja se refirió al espantapájaros aquellas veces: Él.  Ya no era una cosa, sino que en su cabeza había tomado vida; y por alguna razón nos vigilaba.
    Cuando me observaba, su mirada era indescifrable e incorruptible, pero parecía saberlo todo sobre mí; como si me estudiara. Cuando observaba a la vieja, su mirada era asesina y siniestra.
    Llegué al cuarto y el olor era increíblemente desagradable, la vieja se había meado. Lo peor de todo era su mirada. Sus ojos habían perdido toda la luz que en algún momento los habitaba, y para suplantarla, habían depositado una oscuridad tan infinita como pequeña. Su mirada era poderosa; la había clavado en mí y parecía que nunca iba a retirarla. Su boca abierta seguía profanando el silencio de la noche, que hasta entonces solo había sido llenado con el ulular de un búho y por los grillos.
    -Se está acercando… viene por mí, viene por nosotros- dijo.
    -¿Quién? –contesté nervioso.- ¿Quién viene?- La tomé por los hombros y la agité.
    -Él… el es...
    -¡¿El qué?! –La agité con aún más impaciencia.
    -¡EL ESPANTAPÁJAROS! –Su voz temblaba y hasta vibraba.
    En la noche se escuchó una rama quebrándose rápidamente. La vieja chilló y señaló lo mejor que pudo hacia la ventana, con su dedo índice largo, viejo y tembloroso. En su mirada había terror puro, y lo hubo más cuando se dio cuenta de que en la mía también. Sus acciones realmente me perturbaban.
    Todo esto ocurrió en un momento en el que me olvidé completamente de…
    Otro sonido en la noche. Tal vez la misma rama.
    Esta vez logré taparle la boca a tiempo. Puse mi dedo índice sobre mi boca verticalmente y chisté muy suavemente; ella asintió, y la expresión de su rostro, que contrastaba con su estático pelo blanco, logro conmoverme. Parecía un niño pequeño con miedo a la sombra de la biblioteca. Mientras más me acercaba a la puerta de salida, con la intención de averiguar qué pasaba, más ruidosa se volvía la noche. Parecía que alguien destrozara algo afuera. Cada vez los sonidos eran más fuertes y cada vez mi corazón latía más rápidamente.
    Para cuando llegué afuera todo había terminado. El sonido de mis fuertes pasos en el pasillo sonaba como un eco distante. Un cuervo se alejaba de mi alcance y dejaba atrás el cadáver destrozado del espantapájaros.
 
Para la semana siguiente ya había otro muñeco clavado en la tierra, pero éste era feliz, y vestía ropas algo más coloridas. La vieja coexistía con él tranquilamente. A veces, cuando ya había terminado mis labores, me pedía que la ayudara a llegar hasta el maniquí y se sentaba a su lado; observando las estrellas de noche, o leyendo un libro de día. Mientras tanto, yo sacaba agua fresca del pozo.
    Esta vez a mí me disgustaba el muñeco de turno. Sentía envidia de su total falta de preocupación, y de su actitud inerte y abiótica. A veces me encontraba mirándolo fijamente, totalmente hipnotizado con su sonrisa.
    Pensamientos terribles me acometían en esos momentos, en especial cuando se trataban de la vieja.
    Me imaginaba acuchillándola a las tres de la mañana, cuando me despertaba con esos graznidos asquerosos; o ahorcándola, quebrando su cuello y causándole así una muerte lenta y dolorosa. Sus ojos se salías de órbita y después colgaban de su cara llena de arrugas. Podía ver la sangre brotando de sus brazos, a causa de los cortes que le provocaba con tanta facilidad y felicidad. Su débil carne pudriéndose bajo tierra, y yo sentándome sobre su secreta tumba y saludando a los vecinos, ingenuos. Cuando la ayudaba a acompañar a su nuevo amigo, me veía empujándola al pozo, y riéndome de su expresión de dolor… vieja maldita.
 
Un día como cualquiera, la versión feliz del espantapájaros decidió vengarse de mí. La vieja estaba sentada a su lado y los dos me daban la espalda. En ese mismo instante, observé la primera evidencia de la muerte del verano: vi una hoja morir y desprenderse de un árbol. Ya estaba oscureciendo y las palomas dormían; los grillos ya frotaban sus patas. Divisé algunas luciérnagas coloreando los aires y algunas en el suelo, saltando. Se veían Venus y la luna, muy oscura todavía.
    La vieja rió. Más bien fue una carcajada.
    -¿Qué? –pregunté de manera condescendiente, al mismo tiempo que me daba vuelta para observarlos. Me di cuenta de que ya había oscurecido completamente.
    El espantapájaros ahora me miraba, y ya no podía divisar su sonrisa. Lo único que iluminaba nuestros rostros era la leve luz amarillenta de un faro cercano a la choza. Se oían los insectos que revoloteaban alrededor de la lámpara y a veces proyectaban sombras fugaces sobre la mirada neutra del espantapájaros. Una sensación de cólera se presentó en mí junto a un único e incesable pensamiento en el fondo de mi inconsciente…
    HAY QUE HACERLO
    AHORA
…; la vieja lo notó en mi mirada, ahora de furia, y sentí como su piel era como la de una gallina, como su sudor helaba en su frente, y como cada pelo de su cuerpo se erizaba.
    La mirada del espantapájaros era ahora cómplice; quería que lo haga. Me lo sugería.
    Tomé el cuello de la vieja en mis manos y apreté con todas mis fuerzas. Lo primero que sentí fue el sudor recorriendo mis dedos y finalmente mis muñecas; luego como su cuello se tensaba, y la textura de la yugular y la carótida. Al segundo, sentí sus uñas clavándose en mis manos, y la fuerza que obtenían sus piernas al tensarse sus músculos. Me puse nervioso, creí que no iba a lograr quitarle la vida, y apreté con más fuerza todavía. Una vena en su nariz se partió y comenzaron a fluir dos hilos de un líquido escarlata espeso. Como un tiburón al oler sangre, la mía hirvió y activó una locura hasta el momento dormida, y apreté con aún más fuerza. Lo último que sentí fue la sangre de la vieja, mi sangre, y cómo el cuerpo decrépito y ahora muerto se aflojaba en mis manos.
    Me agaché junto a la silla. Miré a mi cómplice y noté que su mirada volvía a ser la de siempre.
    Pero llorar era en vano; todo era culpa del espantapájaros. Prendí fuego al muñeco y esperé sus cenizas.
 
Nunca pasó por mi cabeza la idea de que debía de hacer algo con el cuerpo de la vieja hasta ya terminada la tarea primordial.
    Inundado mi ser por la noche, miré para todos lados, paranoico, pero no había nada; sentí como una fuerza maligna y más grande que todos nosotros se extinguía de a poco, al llevarse el viento las cenizas del espantapájaros. Veía el vaho salir rápidamente de mi boca acompañando a mi respiración, y hasta llegué a creer que mi vida se acabaría en ese mismo instante.
    Lo primero que hice fue llevarla adentro, acostarla sobre la mesa –previamente barriendo todo lo que había sobre ella con el brazo-, y tomar un cuchillo; el más grande y filoso que encontré. No tengo idea de por qué lo hice. Simplemente la corté en pedazos. Lo hice rápido y sin pensarlo dos veces, y si podía no mirar, no lo hacía. Con una mano hacía los cortes y la otra se encontraba cercana a mi rostro, con su nudillo en mi boca. Fue un desastre, algunos cortes quedaban limpios, y de los otros brotaba sangre a montones; luego tiraría la mesa y colocaría una alfombra; más tarde.
   Cuando terminé tenía seis partes. La cabeza, el torso, los dos brazos y las dos piernas. Mi horror fue tal al descubrir de lo que era capaz que no encuentro palabras para describirlo. Fue un acto abominable que sólo el demonio pudiera haber cometido en persona. Cada parte de mi cuerpo temblaba, cada porción se descomponía, dejándome una sensación aguda. Pero lo peor se encontraba en la garganta. La sensación de culpa era inmensa al igual que la fuerza que me llevaba a dedicar mis pensamientos a imaginar qué pasaría si alguien descubriera mi horrible crimen. Cada vez que miraba a sus ojos abiertos como platos, a su boca también abierta, suplicando piedad, un escalofrío recorría todo mi cuerpo lentamente. Cerré ambas cosas.
    ¡Y pensar que la humanidad es la raza más peligrosa, bestial y sanguinaria de todas! ¡Qué otros crímenes de igual o mayor nivel habían sido ideados y cometidos, planeados meticulosamente…!
    De pronto la idea vino a mi mente. Fugaz, pero muy potente; más potente que cualquier otra.
 
Tomé una calabaza mediana, la ropa que llevaba puesta, un sombrero, guantes y paja.
    Puse manos a la obra.
 
Invierno. En invierno anochece más rápido, y por lo tanto más rápido entraba yo en la casa. La noche era el momento que la vieja elegía para atormentarme. En ese momento supe que sí había un más allá; toda mi vida me había creído dueño de mi propio destino y, por más de que esa idea me fascinara, poseía pruebas oculares de la vida ultraterrena; de hecho, las poseo aún. Al parecer la idea que hace ya algunos meses había concebido no era tan buena. Aunque sí, logré que nadie hiciera ningún tipo de preguntas; y nadie ganó motivos para acercarse a mi solitaria choza. Ya sentía como de ella se podían narrar historias terroríficas, ubicadas hace un largo tiempo en la historia, pero sucedidas hace muy poco.
    Todos mis muebles apuntaban ahora hacia la única ventana del salón, excepto uno. Este era un viejo sillón individual que colocaba sobre la puerta, por si alguien deseaba invadir mi sagrado espacio. Por las mañanas dormía, ya me había acostumbrado a las constantes pesadillas, y solo con una nueva me sobresaltaba hasta el punto de tener que despertar. A veces, cuando ya no las aguantaba, me levantaba de la cama, y con una taza de café y un cigarrillo, me sentaba al lado de la ventana; observando a los tres espantapájaros de turno. Los tres eran gemelos, y sus miradas eran igual de impasibles.
    Por las noches todo era más real. Las sombras se proyectaban en la mitad inferior de sus rostros, y convertíanlos en gigantes, que se alzaban ante uno con intención asesina.
    A veces, también, tocaba el piano. Solo tocaba una cosa, y lo hacía junto a la vieja. Ignoro si ella conocía otra pieza.
    Esa noche miré el piano. Recordé como sonaba Beethoven en total sincronía con nuestros delgados dedos, que presionaban las teclas de marfil ágilmente. Recordé el contraste de sus arrugas con las mías todavía muy débiles.
    Comenzó a llover. Al caer la primera gota contra la ventana di un respingo en mi asiento.
    Automáticamente localicé al trío de muñecos; excepto que faltaba uno. Cuando lo noté ya era demasiado tarde; oía cómo el tercero rasgaba la puerta de madera, y sollozaba. Me hipnotizó el escuchar en mi cabeza aquél sonido, que armonizaba con un perfecto arreglo de Para Elisa. Mi terror era palpable, pero no podía dejar de mirar la puerta. Cada bocanada a mi cigarrillo aceleraba mi pulso. Mi corazón acompañaba la canción, hasta que ésta termino, pero no sin antes volverse inmensa e irritante. Al ver por la ventana noté que la mirada de los espantapájaros ya no era cómplice, y que se habían vuelto en mi contra. Ellos no pararían hasta llevarme a la locura. Aunque estas palabras, por más que lo parezcan, no son las de un loco ni mucho menos.
    Su risa hizo ecos infinitos en los rincones más recónditos del interior de mi cráneo hasta que finalmente no pude aguantarlo. Lancé un alarido extraordinario y las voces se acallaron. El espantapájaros volvió a su posición original y la canción cesó completamente, finalmente. Me fui a dormir. No sabía si podría hacerlo, pero, para mi sorpresa, lo logré después de algunas horas de insomnio, mas el crimen que hubiera cometido no me dejaba en paz, y nunca lo haría.
    Cuando desperté ya nada de eso era real. Sólo lo era por las noches, en las que prefería ser tomado por loco y encerrado junto a un auténtico con tal de tener algo de compañía. Pero ahora el pueblo estaba despierto como mi conciencia, y pude analizar la situación y hasta burlarme de ella. Por supuesto que todo era un engaño, para intentar convencerme de que tal cosa no era posible y no volvería a pasar. El terror es un sentimiento humano que me ha sido imposible evitar, como a cualquier otro. Pero quien sufra mi desgracia conocerá un oscuro secreto y lograra formar parte del mismo. Este engaño no funcionaría la noche siguiente.
    Esta vez el entrometido fue Mozart. Desde mi cama se oía un pequeño eco, y mientras más me acercaba al sonido, más intensa se volvía aquella música. Llegué al salón hipnotizado por la marcha turca. Uno de los espantapájaros la interpretaba de manera impecable, una y otra vez. No se dejaba ver más que la parte trasera de la calabaza como cabeza, y su espalda. No se veían sus brazos, sino sus hombros como dos muñones veloces.
    Cuando lo vi me puse furioso: Divisé algunos pelos blancos en su nuca, pertenecientes a la vieja. Creí haberla escondido bien tras esos trapos. Dividir su cuerpo y convertirla en tres espantapájaros fue la mejor idea que se me ocurrió, y la creía excelente, muy astuta y hasta ambiciosa. Tomé un cuchillo, que no hasta después me di cuenta era con el que había despedazado al vejestorio.
    Me acerqué con la intención de hacerlo de nuevo, pero el grueso cuchillo se resbaló de mis manos cuando el muñeco me miró, sonriente, y pronunció las palabras:
    -¿Un cigarrillo?
    Estaba inmóvil. Esperando que no se diera cuenta, tomé el cuchillo rápidamente con un movimiento silencioso y fugaz, mientras él continuaba con otras de las mejores piezas de su repertorio.
    Entre gritos de dolor y agonía, que ya no sabía si eran míos o suyos, lo apuñalé hasta la muerte, seguro de que ya no volvería. Busqué a sus dos hermanos e hice lo mismo. Luego retiré los restos de la vieja del interior de los cadáveres. Me sorprendió ver lo largas que eran ahora sus uñas, y el putrefacto olor que inundó la habitación en tan solo unos momentos.
    Afuera, reinaba el silencio, pero en mi mente reinaba la música caótica del terror, la paranoia y por supuesto, la muerte.
    Cosí a la vieja lo mejor que puede, gastando algunos ovillos de lana. La senté a disposición del piano y la observé hasta el amanecer mientras tocaba su canción favorita.
    Hasta hoy la conservo como una pieza invaluable de mi colección. Ahora descansa en paz finalmente. Su cuarto sigue intacto, y allí descansa; a veces se le antoja tocar algo de música, pero cuando lo hace, voy a dar un largo paseo y trato de no pensar en ello.
    Mi amistad ahora es con los cuervos, que me visitan cíclicamente, como una vuelta a casa. Los alimento de una reserva especial, y a veces hasta me dejan acariciarlos. Ya no se meten con mi huerta. Cuando me pongo a pensar en razones, creo que el alma de mi madre vive todavía dentro de ellos, y lejos del espantapájaros, que ya no espanta a nadie; solo se limita a sonreír y a vivir en un mundo de completa fantasía.
    Al igual que yo.

All rights belong to its author. It was published on e-Stories.org by demand of Manuel Morelli.
Published on e-Stories.org on 04.03.2015.

 
 

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