Laureano Ramirez Camacho

LA GUERRA

 

LA GUERRA

 

He buscado por la vida la hermandad de los hombres; y la busqué sin cesar, repasando la historia de los pueblos, buscando algún acto de amor entre ellos que pudiera servir de ejemplo al mundo, para que comprendiera su equivocación; busqué incluso dentro de mí, de mi mente, de mi espíritu, como queriendo profetizar acontecimientos de paz eterna, que sostuvieran un futuro deseable para todos. Mas tuve que desistir del empeño.

La negra nube de la guerra, o tal vez de un color horrible, desconocido para nuestros ojos, se agrandaba ante mi vista, ante mis pensamientos. Incluso ví como aquella nube desafiaba al mismo universo, derramando su fuego por doquier. Y sabía que no soñaba, que era la triste realidad.

Miré entonces un crucifijo que tenía enfrente, y le miré a los ojos. Seguían impasibles ante aquel horror. Escudriñé su rostro, creyendo encontrar la bondad que escucharía mis súplicas, pero seguía igualmente tranquilo y sosegado.

Y entonces seguí buscando las causas de tanta barbaridad y horror,; causas que justificasen aquellos ríos de sangre, esas inmensas montañas de cadáveres, esas ciudades convertidas en ruinas. ¿tal vez esos que morían luchando me darían las respuestas? ¿esos mismos que eran abatidos o morían de hambre y frío luchando contra un demonio llamado “comunismo” al que nunca conocieron, y que al parecer había brotado de la nada en aquellos tiempos?

Presencié los horribles estragos de las armas modernas contra las viejas artes bélicas de la humanidad. Comprendí cuán insignificantes eran las personas ante esos monstruos de acero y que escupían fuego. Todos creían que eran inventos del diablo, porque eso nos habían hecho creer.

Y entonces pisé el campo de batalla. A cada paso, un cráneo, un cadáver putrefacto, un casco perforado o un rifle abandonado envueltos por el silencio, por la calma que sigue a la tempestad. Ya no se escuchaba el estruendo de la guerra, pero los restos indicaban que allí se luchó por no se sabe qué justicia, pues cada cual tenía la suya y la pregonaba como única y cierta, olvidando quizá la Ley de Dios.

Llanuras, antes praderas, secas y sin verdor; palacios antaño esplendorosos, y ahora ruínas y devastación y cual testigos mudos, las trincheras, repletas de pestilentes cadáveres, guardando un sepulcral silencio.

 

 

Toda la naturaleza, toda la obra de Dios, todo lo construido por el hombre, estaba despojado de su hermosura, demostrando los tristes y horrendos sucesos. Evidenciando la incomprensible rabia, el infinito odio de los hombres, aquella visión dantesca no me desanimó, y yo seguí buscando la hermandad, ahora entre la sangre derramada, entre las ruinas y entre la carne putrefacta.

Deseé que al contemplar aquello, la nobleza y la hermandad renacerían y que los deseos de paz se impondrían a las arengas de odio, y que todo aquello quedaría sepultado para toda la eternidad. Que aquella sangre derramada tal vez serviría para algo.

E imaginé un mundo nuevo, con los rayos del nuevo sol como faro que nos guiaría hacía una existencia libre del horror del mal encarnado. Y quise vislumbrar el final de la guerra, ver el abrazo entre los enemigos y emocionarme con sus fuerzas unidas para lograr que al fín, la guerra se trocase en una paz eterna. Creí ver lágrimas de arrepentimiento y de emoción en sus ojos, declararse un amor sincero, cual hermanos, como hijos de Dios.

Pero no … todo seguía igual que pude contemplarlo en mis pensamientos. Sentado en mi camastro revuelto, tras noches de guardia y de pesadillas dantescas, viendo a compañeros amputados, pero contentos por haber regresado de la guerra vivos, mutilados pero vivos. Y en sus palabras siempre el odio, la venganza, el deseo de volver a las trincheras y arrasar a los enemigos. Solo había resentimiento, deseos de venganza, odio furioso y entonces comprendí que no había más que quimeras en mi cabeza. Que la vida seguía tal y cual era, descarnada y cruel, indigna de criaturas hechas por la mano divina. Una nueva lección de ingratitud entre los hombres, cuya falsedad seguía intacta a pesar del horror, de las vidas cercenadas, de la sangre derramada. E incluso pude ver aquella nube, de indeterminado pero horroroso color, hacerse más y más densa y arremeter contra el universo, convertida ahora en una masa informe y poderosa.

Y volví mi vista otra vez al crucifijo, y miré de nuevo los ojos de Dios y tenía la misma expresión. Estaba tranquilo mientras los hombres nos debatíamos con ferocidad, sin objetivos veraces, dignos, por los que dar la vida. Todos luchábamos por motivos ignorados y confusos, pues era también la confusión un arma de guerra. Recordé la Torre de Babel, y no pude más que pensar que era una metáfora bíblica de aquella guerra.

Y seguí buscando la paz, aunque ya solo fuera la palabra, pero el tiempo la había borrado del libro de la vida.

 

Madrid, 19 junio 1944.

Laureano Ramírez Rodríguez.

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Published on e-Stories.org on 06.05.2017.

 
 

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