Luis Ignacio Muņoz

ESO POR SABER

 

Iba pensando en la manera de hacerle contar al viejo toda la historia. Una forma eficaz y certera de que hablara con esa espontaneidad del momento en que me contó por primera vez de ella en una charla tan normal como tantas conversaciones nuestras. Y no dejaba de pensar, Magdalena, había iniciado octubre con mañanas demasiado soleadas y los aguaceros implacables después de almorzar.

Ya era mi segunda visita y esta vez no iba a regresar a casa sin saberlo. No resultaba tan fácil hacerlo contar otro de sus cuentos como llamaba lo del pasado. Era que decirle a quemarropa el nombre de Magdalena debía resultarle la cosa más incitante y se hacía el confundido. Se limitaba a dejar oír su risa parado junto a la cocina y decirme que no sabía nada de eso. Pero ahora estaba dispuesto a encontrar la manera de no regresar a la casa con las manos vacías.

Lo encontré en el patio asoleando un poco de maíz sobre costales tendidos en el suelo. Salió a la puerta a recibirme y me invitó a seguir a la cocina. La vieja, una mujer flaca y risueña como un cacareo de corral me convidó a sentarme en un banco de madera junto a la pared opuesta a la estufa. Era como si hubieran nacido con premeditado cálculo el uno para el otro, ambos bajitos como enanos, vestidos con ropa desteñida que nunca estrenaron, sus sombreros de fieltro grasientos. Me ofrecieron una taza de chocolate pero el viejo acabó diciendo que con semejante solazo resultaría mejor una totumada de chicha bien fría.

Los dos vivían solos y me extrañaba que se hubieran casado ya viejos. La anciana tenía hijos de otro matrimonio y ya era abuela de muchachas de mi edad. Del viejo sabía sólo que era tío de Magdalena, sin que esto me tuviera del todo convencido. Pero en esta misma casa la vi tantas veces. Cerca de la estufa de carbón donde hervían las ollas del almuerzo con su acostumbrado olor a sebo rancio. Las paredes y las vigas del techo negreaban de hollín semejante al negruzco de los sombreros. Pensé en los largos años de la casa, en las sandalias de Magdalena arrastrando sus pasos por estos mismos corredores. En sus mañanas asoleando ese cuerpo delgado en alguna parte del patio grande y terroso y esas columnas de madera cuadrada donde recargaba su espalda. Verdegueaban las mismas matas de toronjil y mejorana que rozaron sus faldas. Un olor a moho se escapaba de las habitaciones sombrías pintadas de cal y apenas las tocaba oía el ruido hueco de los adobes como el vago tamborileo de sus tacones acercándose por el corredor.

El viejo me dijo que lo acompañara un rato afuera, donde estaba haciendo un trabajo desde el día anterior. Lo ayudé a llevar al hombro un hacha, una barra y salimos dando un rodeo a la huerta sembrada de maíz y frijoles maduros. Llegamos a una de las cercas que colinda con la carretera. Me dijo que llevaba tres días excavando la raíz de un pino. Nos pusimos a remover la tierra para después cortar las puntas que se extendían hacia los lados. Le dije que yo picaría la tierra y él la sacara con la pala. El hueco no era muy grande por eso no podíamos trabajar ambos al tiempo. El viejo esperaba en el borde mientras removía suficiente tierra, luego bajaba a remplazarme.

--En este tronco salía a calentarse su sobrina. ¿Se acuerda de esos soles de diciembre?

El viejo asomó una risita burlona al referirme que arrancar esta raíz era una orden de su patrona.

--Siempre pensé que ella acabaría llevándosela a trabajar a Bogotá y veo que fue así.

--No señor, ella que iba a estar para eso.

--¿Y no era Bogotá lo que quería?

--Es que ella es tan orgullosa que no le cabe en la cabeza lavar un plato. Menos trabajar con mi patrona.

--No lo puedo creer.

-- Ah no me vaya a decir que no la vio pintándose las uñas como cuatro veces al día, las cejas todas raspadas y cada rato las patas encima de la butaca porque no podía quedarse un momentico sin teñirse las uñas y casi todo el día arreglándose en el espejo como si esto fuera una ciudad.

--Ahh...

--Si señor, eso le cuento.

--¿Pero ahorita que se hizo?

--Si yo le contara, don Josesito

Iba a empezar otra de sus historias mientras seguía ahondando el hueco cuando la vieja llegó a llamarnos que era la hora de ir al almuerzo. El sol desapareció opacado por una masa negruzca de nubarrones. Los tres regresamos a la casa. El anciano resultó hablándome de las tías de Magdalena, una cuñada suya, no hermana, me aclaró y me mostró con señas haberla cogido una noche en una habitación y haberle hecho de todo pero cuando se iba a detener en detalles la vieja interrumpió diciendo que iba a llover. Más adelante insistió en qué como me parecía la huerta. Entramos por la parte trasera de la casa. Otra especie de patio cubierto donde guardaban el maíz después de asoleado. Durante el almuerzo dejamos nuestra charla y se habló de cosas más comunes y corrientes. Los dos se contradecían y burlaban de sus ocurrencias. Ninguno parecía recordarla. Volvimos luego a sacar lo que quedaba de la raíz y el viejo reanudó su repertorio de historias.. Otra vez sobre mujeres parecidas a Magdalena pero atraídas hacia él como moscas a la miel debido a su secretico. Volvía a su risa tozuda de motor de carro viejo, porque las mujeres como ella no servían sino para eso.

Las nubes se pusieron más oscuras y el aguacero cayó sobre nosotros como una ráfaga de chorros gruesos y helados. Nos fuimos corriendo hacía la casa. Ya la mujer había entrado el maíz del patio. No sentamos un poco en la enramada, mandó traer más chicha y cada rato llenaba dos jarrones de vidrio. Tomábamos mientras dejaba fluir cada historia de sus mujeres que acaso resultaban ser la misma. Poco a poco la tarde fue evaporándose. Afuera no cesaba de llover. Escuchábamos el golpeteo de los chorros cayendo del tejado. El horizonte estaba inflamado de gris oscuro y empezó la ausencia de las horas cuando no se sabe si son las cinco o el reloj marca las tres. Y yo no quería que se acabara tan pronto ese día. Incluso ya me empezaba a sentir mareado de tanta chicha que tomábamos a pesar del frío. Como me costaba trabajo retornar al viejo a lo de antes, tampoco quería dejar escapar nada de cuanto estaba viendo, acaso pensando ya en la última vez. Retener en la memoria lo máximo posible esos corredores que albergaron durante tantas horas la sombra perfecta de ella. Sus noches en la habitación encalada y húmeda. Esas telarañas extendidas en los rincones altos del techo y su voz retumbando en los ecos de las paredes huecas. Ahora era la lluvia cacheteando con su alboroto incesante el tejado viejo y se descolgaba hasta caer en el patio. Esos chorros abultados que poco a poco va consumiendo la tierra. Empecé a sentir la brisa fría mordiéndome la carne.

--¿Pero que pasó con Magdalena?

--Pues nada, señor.

--¿Cómo así?

--A esta misma hora debe estar mirando este mismo aguacero mientras se pinta.

--¿Pero en dónde?

--En Bogotá, dicen que se fue con otro poco de vagamundas. Eso es lo que es mi sobrina, señor.

Vi al viejo bajar un poco la cabeza y quedarse callado. Igual me pasó a mi. Su última frase quedó dando vueltas como una ruleta entre mis pensamientos. Si no hubiese sido por aquella cita hacía ya quince días también la creería en Bogotá paseando por el centro con sus faldas hasta el piso con ese par de atrevidas aberturas a cada lado. Pero no. Magdalena ya no era posible.. La culpa fue de la cita en el claro del monte y mi llegada tan temprano, lo justo para ver de cerca ese par de piernas delicadas haciéndose piruetas en el aire mientras atenazaban el cuerpo de mi hermano menor tendido bocabajo. Guardé silencio hasta la culminación de su engaño. Los vi incorporarse despacio, vestirse sin decir nada. El se fue presuroso loma abajo hasta cuando ya no percibí su presencia. Ella se quedó arreglándose con su minuciosidad de cada día. Como de costumbre me le acerqué mostrándole buena cara, quise sentirla en mis manos, acariciar ese cuello de porcelana antes de apretar y contener mi respiración ante su fragancia contaminada de sexo, sudor y menjurjes para enredar a los hombres en su telaraña. Ahora me duele recordarlo, pero quise que fuera con rapidez, que se ahogara pronto y dejara de patalear, tratando por instantes de no mirar su cara no sea que me fuera a abandonar aquel horrible sentimiento y me alcanzara a arrepentir. Ser duro, ser duro, duro... hasta que se desvaneció y ya todo arrepentimiento se volvía imposible. No sé cuando eliminaré mis últimas esquirlas de odio y remordimiento que aún me carcomen los intestinos.

--Tal vez tenga usted razón --le dije al viejo antes de irme por la carretera, un poco más aliviado después de oír su historia.

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Published on e-Stories.org on 29.12.2017.

 
 

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