Jona Umaes

Habitación 202

Era invierno de 1995. Al salir del trabajo Juan se encontró en un atasco. Se celebraba una boda y multitud de personas y coches se aglutinaban en la puerta de una iglesia. Los novios salían exultantes mientras les llovían kilos de arroz. Los coches al pasar aminoraban su marcha para ver a los afortunados intentando protegerse del arroz y algunas peladillas camufladas que bien podían descalabrarles si se lanzaban con cierta fuerza.

Juan se vio forzado a formar parte de aquella comitiva interina.

¿Ante quién se casan? Pensó. Un Dios etéreo, imaginario, existente por tradición. Un padre universal en el que apoyarse, responsable de todo y cuyas decisiones, según la iglesia, eran incomprensibles y hay que aceptar sin más…Sacó su vena atea.

Tras cenar, se sentó plácidamente en el sillón para ver la televisión. Estaba medio adormilado cuando sonó el teléfono. Pegó un respingo de la impresión.

― ¿Sí?

Se oía ruido de interferencias. Tras unos segundos surgió una voz lejana.

― Juanito... ¿me escuchas?

La voz entrecortada iba y venía en oleadas.

― ¿Quién es?
― Cariño, quiero que me escuches con atención…

La voz le era muy familiar y no tardó en identificar a su madre, fallecida cuando él era aún muy joven. Se le formó un nudo en la garganta y el corazón vibraba en su pecho.

― ¿Mamaaa?... pero… no puede ser… Se negaba a creerlo.
― Mire, no tiene ninguna gracia. No tiene otra… 
― ¡Escúchame bien! le interrumpió.

La comunicación agonizaba. Era como si una niebla eléctrica quisiera apagar la voz de la mujer.

― Ve a la habitación 202 del Hotel Berlanga. Hay algo para ti.

El ruido eléctrico se intensificó. Las últimas palabras de la mujer se desvanecieron en un susurro y la llamada se cortó.
Juan no daba crédito. Sentimientos de incredulidad, temor y nostalgia formaban una argamasa difícil de digerir.
Aquella noche no dejaba de pensar en la llamada y cuando logró dormirse, imágenes de sus padres aparecieron en sus sueños. También una habitación desconocida, él indefenso en la oscuridad y sin poder salir.
Ojeroso y cansado desayunó y cogió la guía telefónica para buscar el hotel. No lo encontró. 

― Quizás en una hemeroteca tenga suerte… 

En el mostrador de la biblioteca, un hombre entrado en años leía tranquilo un libro en espera de algún usuario.

― Perdone, dónde podría buscar información sobre un antiguo hotel de la ciudad. En la guía telefónica no aparece.

― ¿Qué hotel busca?
― Hotel “Berlanga”.
― Había un hotel con ese nombre en la calle “Espejo” pero lo reformaron hace bastantes años y ahora se llama Hotel “Buñuel”. Lo conozco porque vivo cerca.

― Gracias. Me ha ahorrado mucho tiempo.
― De nada hombre. Vaya usted con Dios.

Partió hacia el hotel impaciente con una mueca de risa por el último comentario del bibliotecario.

La fachada, descuidada, lucía desconchones y churretes de óxido y polvo.

― Buenos días. Quisiera una habitación.

El recepcionista se volvió hacia el panel de llaves un instante.

― Está de suerte. Todas disponibles para usted. ¿Cuál quiere? Dijo sonriente.
― Temporada baja ¿verdad? Deme la 202.

El semblante del recepcionista se ensombreció y quedó en silencio durante unos segundos.

― ¿No prefiere otra? La 202 está en el ático. No tenemos ascensor y en esta planta es más probable que le molesten por el trasiego de gente. Le recomiendo la primera planta.

Juan pensó que estaba de broma. Viendo el panorama no parecía que nadie fuera a aparecer por ese antro.

― Deme la 202. No me importa subir escaleras. Quiero tranquilidad.
― Un momento por favor. 

El recepcionista se dirigió al despacho del gerente y éste apareció acto seguido. De aspecto desaliñado, a juego con el hotel, se dirigió al mostrador. 

― Buenos días. Mi empleado me dice que quiere usted la habitación 202. Disculpe, pero no está acondicionada para una estancia y ...
― ¡No me hagan perder más el tiempo! Le endosó en tono cortante.
― Creo que con esto zanjamos el asunto. 

Dejó caer un billete de mil pesetas sobre el mostrador.

― Por supuesto. Aquí tiene la llave. Disfrute su estancia.

El piso del hotel estaba vestido de una moqueta granate descolorida por el paso del tiempo. Subió las escaleras hasta la primera planta con pisadas silenciosas. Parecía levitar. El pasillo estaba en penumbras, sólo iluminado por la escasa luz de la ventana del fondo. El interruptor de la luz no funcionaba.
​​​​​Continuó subiendo el segundo tramo de escaleras. 
El ático estaba en total oscuridad. Encendió un mechero y pudo ver una única habitación. Las sombras bailaban al compás de la llama. Varios cuadros decoraban las paredes. En el más cercano a la puerta figuraba un hombre sentado, cabizbajo y con los brazos lánguidos.

― ¡Anímate hombre!… le dijo como si pudiera escucharle.

Introdujo la llave con dificultad en la cerradura. Se atascaba y no lograba que girase. Al fin cedió y pudo entrar.
Pulsó el interruptor y una luz amarillenta se hizo paso en la oscuridad desde una bombilla colgada de un cable. La habitación era sencilla, de escaso mobiliario. Junto al escritorio había un espejo de pie, ovalado y tan alto como él. El baño era pequeño y sin ventana, con la puerta vestida también de espejo.
El polvo lo cubría todo. Era como ver a través de un cristal sucio. La única ventana de la habitación estaba cegada.

Su Rolex marcaba las doce y veinte, la misma hora que el viejo reloj de la pared cuyas manecillas estaban paralizadas desde años atrás. Comenzó a dar golpes con el dedo sobre la esfera de su reloj porque igualmente las agujas dejaron de moverse.
Se preguntó qué podía encontrar en aquella habitación. Observó todo con detenimiento y no vio nada de particular.

― ¿Qué demonios estoy haciendo aquí?

Aburrido, se dirigió a la puerta para irse. Al abrirla quedó atónito. En lugar del pasillo veía la misma habitación donde se encontraba, como si fuera a entrar de nuevo. Sintió vértigo y con cautela avanzó unos pasos, con las manos por delante, hacia el otro lado.
Era una pieza idéntica. Volvió la vista atrás y allí continuaba la habitación que abandonó. Aquello no tenía explicación.

― ¿Pero qué broma es ésta?

El corazón comenzó a golpear su pecho. No podía escapar de aquel lugar. Le entró pánico y se puso a gritar.

― ¡Ayúdenme por favor! ¡No puedo salir!

Golpeaba la puerta con puños y pies lo más fuerte que podía.

― Ehhh, ¿Es que no me oyen? ¡Sáquenme de aquí!

Continuó vociferando hasta que la garganta se le secó y sintió punzadas como si tuviera dentro cristales rotos. La bombilla comenzó a parpadear, amagando apagarse. Agotado por el esfuerzo se dejó caer en la cama. La bombilla acabó fundiéndose. Comenzó a sollozar. 
Las lágrimas nacían para morir en sus puños. Rendido, se dejó pisar por la soledad y el abandono hasta que se quedó dormido.
No sabía cuánto tiempo había transcurrido cuando despertó. En esa noche eterna sin estrellas encendió el mechero para coger algo de aliento y pensar. Era lo único que podía hacer.
Tras un puñado de ideas que no llevaban a ningún lado, se preguntó el porqué del número de la habitación. Era la única en la planta. ¿Por qué no doscientos uno? Dos números iguales separados por un cero... Creía desvariar. Tenía hambre y su situación era patética.

― Dios mío, ¿qué puedo hacer? No quiero morir aquí. Ayúdame…

Se sorprendió de pronunciar esas palabras.

― ¿Qué tal si le prendo fuego a este maldito sitio?

De repente la bombilla comenzó de nuevo a iluminar la habitación y se sobresaltó por aquello tan insólito. Su mirada quedó clavada en el espejo de la puerta del baño. En él se reflejaba parte de la habitación incluido el espejo ovalado. A su vez, dentro de ese reflejo, volvía a repetirse la misma imagen una y otra vez, disminuyendo de tamaño hasta reducirse a un punto. Nunca había visto ese efecto de espejos enfrentados.
Entonces fue cuando dos neuronas hicieron conexión en su cabeza, asociando el pensamiento del número de la habitación con el reflejo infinito de los espejos.
Era su último cartucho. Cogió el espejo ovalado y lo colocó frente a la entrada queriendo formar algo similar al número 202. Se hizo a un lado y abrió la puerta.
​​​​​​
​​Contempló como el espejo se reflejaba a si mismo infinitamente hasta llegar a un punto donde colapsó con un estallido sordo. Desde ese punto el espejo comenzó a resquebrajarse como rayos en la noche y los gajos caían uno tras otro al suelo.

Una nota pegada a la madera que sustentaba al espejo, vio la luz.
La cogió y leyó:
“Si estás leyendo estas palabras es que hallaste lo que necesitabas: Un poco de fe.
(Tu madre)”

Nunca pensó que una oscuridad como la de aquel pasillo, que ahora sí veía, podía proporcionarle tanta alegría.

Al fin pudo salir y con algo nuevo en su interior.
 

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Published on e-Stories.org on 07.09.2019.

 
 

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