Jona Umaes

Rosa del desierto

Rosa, una joven apasionada de la lectura, leía en su cama “Sinuhé el egipcio”. A pesar de ser un libro grueso, la historia del médico la había embelesado. Era la tercera vez que lo leía en los últimos años y cada vez la sorprendían nuevos detalles. Cuando terminaba de leer y cerraba el libro se quedaba un rato echada en la cama mirando a la nada, rememorando los fragmentos leídos. Las imágenes que había creado su mente conforme se empapaba de la historia permanecían en ella durante unos minutos. Entonces le parecía vivir en otro mundo donde dioses, guerreros, sacerdotes, entre otros personajes, esbozaban una historia que ella sentía de forma tan vivida que la transportaban en el tiempo y el espacio.

Se levantó y vio su reflejo en el espejo de cuerpo entero de su armario. Rosa, de cabello liso y largo, mirada profunda y finos labios, imaginaba ser una de las hijas del faraón. Jugó unos momentos a verse con ricas vestiduras tachonadas de oro y piedras preciosas, de vivos y variados colores, radiante como nunca se vería en la realidad. También con un vestido que ensalzaba su largo y delicado cuello, adornado con collares de oro embrocados y otras joyas.

Fijó su mirada en los ojos de su propio reflejo. Las pupilas se dilataron ante tanta belleza y entonces vio en ellas una caravana de camellos con ritmo cansino y cargados de mercancías. Quedó absorta ante esa imagen. El reflejo de su habitación en el espejo se transformó en un desierto de arenas doradas, rizadas por el viento y repletas de hoyuelos de pisadas que el viento no tardaba en borrar. Las huellas proyectaban pequeñas sombras por el sol de la tarde que comenzaba su descenso, dejando un largo rastro efímero tras la fila de animales y beduinos. Aquella visión la dejó extasiada. Era como una ventana al desierto. Se recreó en los contornos de las dunas y el calor residual del medio día que aún ascendía de la arena y hacía danzar las imágenes suspendidas de la lejanía.

De repente, en una zona del terreno comenzó a moverse la tierra girando en dos sumideros. Éstos se hacían más y más grandes. Fue entonces cuando vio cómo surgían dos manos de las entrañas de la duna, chorreando arena entre los dedos y unos largos brazos que se le aproximaban. Con las palmas abiertas en ademán de agarrarla atravesaron el espejo y la cogieron por el talle. Ella sintió la firmeza y el calor tibio en su cintura. Le gustó ese contacto y cuando tiraron de ella, no se resistió, logrando asir su espíritu. Desmayada, su cuerpo cayó laxo como un vestido que descubre una desnudez.

Su espíritu ocupó el cuerpo de una joven de similar edad que oscilaba sobre la joroba de un camello con un niqab que dejaba al descubierto únicamente los ojos. La caravana avanzaba pausadamente. Hombres, delante y detrás de ella, completaban la expedición. Los animales iban cargados de grandes fardos con mercancía destinada a trueque o venta. El sol iba aproximándose al horizonte y el cielo comenzó a teñirse de tonos cálidos, disminuyendo la temperatura paulatinamente. Rosa se preguntó cómo era posible que estuviera en aquel lugar. Asustada, no sabía qué hacer. Se dejó llevar, intentando habituarse al continuo del animal que le estaba revolviendo el estómago.

La caravana se detuvo y el padre de la joven, cuyo cuerpo había usurpado Rosa, la ayudó a bajar una vez que el camello había flexionado sus patas y apoyado su panza sobre la arena. Montaron rápidamente la tienda con palos y telas apropiadas para soportar el cambio radical de temperatura que se produciría cuando el sol desapareciese. Rosa podía entender lo que aquellos hombres decían y respondía con naturalidad en su misma lengua. Tomaron carne seca, frijoles, dátiles y té bien caliente que tenía un sabor delicioso. A pesar de no haber probado nunca algunos de esos alimentos, los tomó con gusto. El fuego en el exterior de la tienda refulgía y las ramas en su lamento, chasqueaban claudicando al calor de las llamas. Uno de los porteadores comenzó a tocar su Oud y otro unos pequeños timbales amenizando la cena. Rosa, que nunca había vivido aquello, le pareció fascinante encontrarse en aquel lugar perdido del mundo, al calor de la lumbre y con aquella música racial que formaba una isla sonora en aquel mar de arena.

No transcurrió mucho tiempo cuando todos se fueron a dormir, aunque ella no podía conciliar el sueño. Pensaba en lo que estaba viviendo. El silencio del desierto fuera de la carpa era estremecedor. Suaves rachas de viento hacían temblar la tela que los cubría y podía escuchar los granos de arena impactar con la cubierta. Hacía frío. La temperatura había descendido bastante, aunque se encontraba a gusto bajo la manta que la cubría. Aquella noche no pegó ojo y sus pensamientos se perdieron en un laberinto de interrogantes. ¿Cómo volvería a casa? ¿Qué pasaría mañana? ¿Por qué estaba allí?...

Al día siguiente continuaron la marcha hasta llegar a un pequeño poblado. Era uno de los pasos obligados en su ruta comercial y donde podrían aligerar la carga a cambio de algunas monedas. Rosa presenció por primera vez el juego del regateo en la compra-venta de artículos. Sentados a la sombra, su “padre” comenzó a mostrar telas de distintos motivos, colores y tamaños, examinándolas el comprador con mucha atención y ofreciendo una primera cantidad por ellas. Mientras los dos debatían por el precio adecuado, un muchacho, que al igual que ella observaba cómo se manejaba su progenitor en esos negocios, desviaba la mirada continuamente hacia ella. El padre, que parecía tener más de dos ojos, se percató de la excesiva atención del muchacho hacia su hija.

 

Tu hijo parece que presta más atención a mi niña que a tus negocios.

 

El otro se giró y el hijo, con la mirada culpable, recibió un tortazo en la cabeza para que no se distrajera.

 

Que no se le ocurra tocar a mi Rosa, que mi jambia tiene sed de sangre.

Sigamos con las telas dijo el aludido.

 

Rosa se quedó atónita al escuchar cómo la habían llamado por su nombre. La casualidad quiso que su verdadera hija se llamara como ella. De cualquier forma, ella tampoco podía dejar de mirar al chico al que habían atizado. Ahogó con su mano una risa pícara que le sobrevino al presenciar la escena. El chico enarcó una ceja al ver su reacción y se contagió de la mirada sonriente de ella.

Cuando los dos hombres acabaron, cada uno se fue por su lado. Después de comer, Rosa se aburría viendo cómo los hombres dormían la siesta. Se entretuvo examinando las telas y objetos que había en la tienda. Entonces, escuchó cómo algo golpeaba la tela de la tienda por fuera. No le prestó atención en un principio, pero como se repetía regularmente le entró curiosidad. Alguien estaba arrojando pequeñas piedras. Se asomó y vio como el chico de antes la saludaba y le decía con gestos que fuera donde estaba él.

Estuvieron hablando un buen rato y como ella temía que se despertaran en la tienda y no la encontraran, se despidieron. Él le regaló la talla de madera de una pequeña media luna, con curiosas incisiones, que él mismo había esculpido. Aquel encuentro dejó huella en los dos. Sabían que seguramente no volverían a verse. Cuando los hombres despertaron de la siesta, desmontaron la tienda y continuaron su camino hacia el siguiente poblado. Tenían que aprovechar las horas de menos calor antes que anocheciera y tuvieran que acampar de nuevo. Por el camino Rosa seguía pensando en el chico y la entristeció dejarlo atrás. Quizás, si regresaran por el mismo camino cuando vendieran toda la mercancía, podría volver a verlo.

De nuevo llegó la noche, el fuego, los cánticos y el silencio, víspera del sueño. Esa noche Rosa se fijó en la bóveda celeste. Las estrellas tililaban como diminutas luciérnagas. Jamás había visto tantas en la noche. El cielo limpio y la extrema oscuridad del desierto era el escaparate perfecto para que los astros lucieran como en ningún otro sitio. Puntos de luz fugaces trazaban largas líneas en apenas un segundo y Rosa aprovechó para pedir algún deseo. La luna parecía estar ausente de su casa al igual que Rosa, que se preguntaba cuánto tiempo duraría esa aventura.

Pasaron los días y de regreso, la caravana paró de nuevo en el poblado donde conoció al chico. “Quizás sea verdad lo que dicen de las estrellas fugaces”, pensó Rosa. Pararon durante las horas de más calor y ella aprovechó para buscar al muchacho. Por más que lo buscó, no logró dar con él. Se asomó hasta el extremo más alejado de las casas y miró hacia el desierto. El calor bullía de la arena en ondas que deformaban el paisaje y ya fuera por el ardor del ambiente o el ansia de encontrar a su amigo le pareció verlo a lo lejos, sobre una duna, saludándola y diciéndole con gestos que fuera donde estaba él con ambas manos. Ella avanzó como hipnotizada por la visión. Cuando se encontró frente a él, estaba mareada por el intenso sol. El muchacho le sonreía y avanzó una mano para que ella la tomase. Cuando Rosa lo hizo, notó su calidez y firmeza y tirando de ella, sacó su espíritu del cuerpo de la joven que cayó desvanecido en la arena.

Cuando Rosa recuperó el conocimiento se vio en el suelo de su casa. Se sentó en la cama y pensó en lo sucedido. Todo había sido un sueño, muy bonito, pero solo un sueño.

Al disponerse a salir de su habitación algo le llamó la atención en la mesita de noche. Junto a su libro reconoció una pequeña luna de madera con curiosos símbolos tallados.

 

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Published on e-Stories.org on 22.02.2020.

 
 

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