Jona Umaes

El sostén

          Me llamo Rufus. Soy un pastor belga de pelo negro y músculos fibrosos. No es genética, es ejercicio diario que hago con mi amo, que no deja de lanzarme la pelota hasta que caigo agotado y me echo en el césped con la boca abierta y la lengua cayéndome de lado. Entonces, me quedo quieto, jadeando, e intentando calmar el corazón galopante que golpea mi pecho.

          Yo adoraba a mi amo Carlos. Para mí lo era todo. Él me recogió de la tienda donde me vendían. De entre tantos perros se fijó en mí. Fue un flechazo que nunca olvidaré. Iba acompañado de mi ama Ana. Recuerdo la felicidad que rezumaban, un amor que capté y del que me hicieron partícipe el día que me recogieron cuando era cachorro.

          La gente piensa que los perros somos estúpidos, que solo sabemos babear y hacer ruido, y no es así. Ahora me encuentro en un dilema. Sé demasiadas cosas de esta familia. Les pondré en antecedentes para que se hagan una idea.

          Mis amos no podían tener hijos. Un animal como yo no es comparable, pero a falta de pan, buenas son tortas. También podían haber adoptado a un niño, pero como es un largo proceso, me recogieron y compartieron su cariño conmigo, mientras tanto.

          Pasaba más tiempo con Carlos, pero, sin embargo, Ana me llenaba de afecto con sus caricias y su dulce voz. Ella nunca se enfadaba conmigo, las quejas se las transmitía a Carlos y este se encargaba de “meterme en verea”. De cachorro, era muy travieso, como debe de ser. Así, fui aprendiendo con los años qué se me estaba permitido y qué no.

          En una ocasión, alguien tocó a la puerta. Yo ladré furibundo ante la entrada para que supieran quien guardaba aquella casa. Carlos me regañó y me dijo que parara. Una joven pareja apareció ante mi amo. Al parecer, eran los nuevos vecinos que venían a presentarse. Carlos los invitó a pasar, dando una voz a su mujer para que acudiesen a saludar a los recién llegados. Yo olisqueaba la ropa de los intrusos. Aún quedaban restos de aroma a pollo asado y aquello me abrió el apetito.

          Nos dirigimos todos al salón y allí permanecimos un buen rato. Yo, sentado en el suelo, dejándome querer por el nuevo vecino, que no dejaba de acariciarme entre las orejas, mientras los dos matrimonios charlaban de sus vidas.

          No pasó mucho tiempo hasta que la vecina empezó a frecuentar nuestra casa. Unas veces para hablar con Ana y otras para pedir alguna cosa que le hacía falta y que, casualmente, ocurría cuando solo estaba mi amo en casa. La vecina, Mercedes se llamaba, tenía ya tal confianza con su vecino que se dejaba invitar a pasar y tener un rato de charla con él. A mí, desde el primer momento que la vi, no me gustó, pero a veces no hay que hacer caso a esas intuiciones, máxime siendo yo perro. El caso es que, con el tiempo, noté que mi amo estaba reduciendo las distancias con Mercedes en aquellas inesperadas visitas. A veces le tocaba ligeramente la cintura si se reían por alguna gracia, o la cogía discreta y fugazmente del brazo. Un día, hasta la besó como hacía con mi ama.

          En la casa, yo veía que mis amos se querían y mostraban su afecto como siempre lo habían hecho. Más de una vez los sorprendí en la cama, o en el sofá, muy agarrados y moviéndose compulsivamente. La primera vez que presencié aquello me asusté y ladré desesperado porque me pareció que se estaban pegando. Mi amo me tiró una zapatilla a la cabeza y me gritó que me largara, mientras los dos reían por mi actitud. Claro, después de repetirse la escena en numerosas ocasiones, aprendí que no sucedía nada malo y dejé de molestarles.

          Volviendo a lo que iba, mis amos eran felices como perdices, nada había cambiado entre ellos, a pesar de las visitas de la vecina, que se hicieron más asiduas. Parecía que la chica nunca iba al supermercado, siempre venía a pedir algo. Y mi amo, muy amable, se lo ofrecía y, generosamente, le regalaba igualmente abrazos, besos y risas. Hasta que un día, no quedándose el asunto ahí, se tumbaron en el sofá e hizo como hacía con mi ama. Yo me callé, como bien había aprendido en esas situaciones. Como perro que era, aquello era una situación normal. Nosotros practicamos el “aquí te pillo, aquí te mato” constantemente con la primera perra que se cruce y vaya debidamente perfumada. Pero luego, pensé que ellos eran humanos. Paseando por la calle, veía a otras parejas y no se comportaban como nosotros. Entonces, deduje que aquello no era normal. Ya no se conformaban solo con usar el sillón, sino que iban a la cama a hacerlo. Mi ama, ausente, en esos momentos era ajena a todo aquello, lógicamente, y se sentía feliz como una lombriz con su amado esposo. Él, seguramente, habituado a ocultar cosas, llevaba la situación tan naturalmente que no daba señales de estar haciendo nada a sus espaldas. En cuanto al marido de Mercedes, no sé dónde andaría siempre, que no se enteraba de nada.

          Como les decía al comienzo del relato, no sabía qué hacer. Ver a la vecina y a mi dueño retozar una y otra vez en la cama, y luego mirar a mi ama tan dichosa con su esposo, era desconcertante. Me resultaba curioso cómo la ignorancia hacía feliz a las personas. Quizás, con el tiempo, Ana se podía dar cuenta, o no. ¿Quién podía saberlo? Sin embargo, sí lo llegara a saber, aquello le produciría un enorme dolor. ¿Era mejor el sufrimiento que continuar, como estaba, enamorada de su marido? Entonces, concluí que la ignorancia es pan para hoy y hambre para mañana. Es una felicidad a corto, no a largo, como dicen los brókers. El amor, al igual que la bolsa, es impredecible. Cualquier noticia, suceso o artimaña, hace que se tambalee, en su discurrir de sube y baja, hasta llegar a sucumbir en algún momento.

          Una noche que aquellos dos retozaban furtivamente, le di una dentellada al sostén de la chica y me lo llevé a mi lugar secreto. Ni se dieron cuenta. Cuando la vecina se iba, vi que discutía con Carlos. Seguramente por no encontrar el sujetador. Estaba preocupada de que pudiera encontrarlo su esposa. Carlos la tranquilizaba. Él siempre guardaba la calma.

          A la noche siguiente, cuando Ana salía para dirigirse a su trabajo, le ladré despidiéndome. Ella me acariciaba la cabeza y me decía cariñitos. A mí se me partía el alma. Aquella iba a ser la última noche que la vería feliz. Yo me alejé corriendo. Carlos cerró la puerta y se fue al salón. Justo cuando ella se disponía a entrar en el vehículo, me acerqué con la prenda en la boca. Ana la tomó, y entonces, se le borró la sonrisa del semblante.

 

Mi Rufus, bonito me dijo, desolada, cogiéndome la cara con ambas manos, y el sujetador colgando de una de ellas.

 

          Esa noche, Ana no fue a trabajar. Se alejó con el coche y lo aparcó en algún lugar más alejado. La vi aparecer al poco y se sentó en la parte sombría de la farola que iluminaba su jardín. No tuvo que esperar mucho para ver aparecer a su vecina y llamar a la puerta. Su marido le abrió y la cerró rápido.

          Yo estaba junto a mi ama cuando encendió la luz del dormitorio y los vio fornicando como si no hubiera un mañana. Fue algo nuevo para mí, ver a los adúlteros sorprendidos en su desnudez, y la expresión patética de sorpresa en sus rostros, como si el mundo acabara en esos instantes.

 

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Published on e-Stories.org on 04.09.2022.

 
 

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