Fermín Vidales Martínez

REQUIESCAT IN PACE

 

 

 

Al entrar en la iglesia de villa Oruga, la iglesia San Miguel Arcángel, se experimentaba una sensación de recogimiento agradable debida no sólo al incremento de la temperatura, sino también, y en mayor medida, por dejar atrás la incertidumbre que la intemperie nocturna suele provocar en los corazones de los hombres. Ésta es una sensación de abandono y pequeñez que el insondable cielo negro mete dentro de la médula espinal, y de allí se corre al corazón para que se mezcle con la sangre y la invada. Y este peso aplastante se acrecienta en las noches invernales. Los hombres salen a la calle y sienten que no son nada, o casi nada, debajo de tanto misterio, y sienten también que su grandeza no es más que un consuelo inventado a punto de caducar. Y para no derrumbarse tienen que huir de esa intemperie y guarecerse bajo algún techo donde todavía tengan alguna importancia.

Fuera de la iglesia corría un viento sutil y escarchado; el hálito de un gemido remoto; un quejido que se arremolinaba en el suelo y se restregaba en las esquinas con desesperación; un viento de un temprano anochecer. En esa época del año- era catorce de noviembre- los días empezaban a cerrarse pronto y el cielo se cubría con un matiz de pesadumbre. A partir de las cinco de la tarde apenas se adivinaba ya el sol detrás de la densidad cárdena. Su contorno aparecía como una sonrisa mustia envuelta en la gasa del celaje. La mueca astral iba deslizándose desapercibida por encima de los tejados de Villa Oruga hasta lo alto de los peñascazos grises de la sierra y allí, transida de impotencia, de rabia, de reproches, se suspendía y cabrilleaba por última vez, a modo de despedida, antes de lanzarse a la hondura de su ocaso. Entonces el ejército vigilante de la noche, libre de la endeble resistencia solar, se precipitaba a invadir todos los recovecos del cielo con los tintes negros de sus nubarrones, y tiraba por la sierra sus ejércitos de aire frío y húmedo, los cuales se engordaban a cada voltereta y al llegar a las calles de Villa Oruga acababan formando una ventisca empapada y frondosa que estorbaba la respiración y calaba los movimientos. Los villaorugueños nos acordábamos de aquel sol derrotado y muerto, pero ya era demasiado tarde. Vencidos ante el acoso del frío y de la oscuridad abandonábamos la calle, y sentíamos la conquista inevitable de la noche guarecidos en casa. Sabíamos que había llegado por fin el invierno. Nuestros años se reducían a dos estaciones, una más larga que la otra y llena de actividad, llamada verano, y la otra que transcurría como en letargo, llamada invierno. El frío y el calor se alternaban abruptamente en nuestras vidas, sin transitar esas fases intermedias que en otros lugares reciben el nombre de otoño y primavera. Nosotros pasábamos la mayor parte del año sumergidos en un cálido océano de luz, y la luz significaba plenitud y alborozo. Pero también sabíamos que con el invierno comenzaba la pausa y la paradoja en nuestras vidas.

Desde principios de Octubre las mesas de los salones habían vuelto a vestirse, como cada año, con sus largas enaguas, bajo las cuales ardían, también como cada año, los cubos de picón. Allí arrimados, arrebujando medio cuerpo en los gruesos faldones de algodón, dejábamos morir las lentas horas en familia, viendo sucederse las imágenes en el televisor, oyendo los sonidos de la radio, hablando en susurros, o simplemente mirando en silencio hacia ninguna parte. Entonces era cuando se producía la venganza del tiempo, su milagro, su paradoja. Cada imperceptible desplazamiento de las agujas del reloj iba cebando nuestro pasado como unos ríos que tratasen de agrandar las medidas de un mar infinito. Nuestra vida, que sólo es nuestro tiempo vivido, nuestro pasado, se identificaba con aquel mar inmenso y acababa tornándose indescifrable porque sus aguas se confundían en una sola con el agua inútil del reloj. Todos los momentos pretéritos de nuestra existencia quedaban contaminados con la aportación de aquel tiempo vacío, sin fechas, convirtiéndose así en una realidad onírica, en una posibilidad improbable. ¿Realmente habíamos estado alguna vez vivos en el sentido radical de la palabra? ¿No habíamos sido siempre los mismos muertos vivientes? ¿No habíamos sido siempre unas cosas dotadas con la consciencia de su absoluta inmovilidad? No, no lo sabíamos, o al menos no podíamos demostrárnoslo. Todos nuestros días eran iguales en aquel invierno que acaparaba tres o cuatro meses del año. Todos nuestros días eran vacíos e iguales, y por tanto se transformaban en un solo día, en un día de segundos soporíferos y eternizados, en un día intenso y vacío. Lo único que hacíamos durante el invierno era esperar su final y precisamente era esa vacuidad la que ralentizaba el tiempo y lo reducía a instantes apretujados, forjándose así el milagro contradictorio de que todo el invierno se limitaba a un solo día y ese día, sin embargo, era más lento y pesado que todo el invierno. El tiempo menguaba y crecía a la vez. Y de repente un día este paréntesis de insólito transcurso en nuestras vidas se cerraba. Así, sin más. Esto es lo que quería decir don Antonio Machado con su poemilla sobre la primavera. Nunca nadie sabe cómo ha sido. El sol resurgía en el cielo entero y brillante, y la claridad volvía a gobernar en villa Oruga mientras las últimas sombras, reculando, se exiliaban al campo gravitatorio de la materia y a los confines de una noche exangüe. Ya no eran esas viejas sombras frías, sino otras con la negra corteza renovada en un terciopelo caliente. Nunca nadie sabe cómo ha sido. Eso que en otros lugares llaman primavera, el inicio de nuestro verano, nuestra resurrección, había llegado. Entonces contemplábamos por encima del hombro la estación consumida, asombrándonos de su brevedad. ¿Ya ha pasado el invierno?, nos preguntábamos. ¿Es posible que ya haya pasado? Sí. El invierno había muerto, nadie sabía cómo, y los relojes recobraban el pulso acompasado que rige los momentos de una existencia fecunda.

¿He definido aquel día inacabable llamado invierno como un paréntesis en nuestra existencia? Discúlpenme entonces la infidelidad metafórica. Debería decir mejor que el invierno era unos corchetes, o una suerte de matruska, eso es, ya que en si interior, a su vez, se encerraban una serie de paréntesis menores compuestos por acontecimientos esporádicos que conseguían arrancarnos de la somnolienta rutina. Eran excepciones de lucidez a la excepción del aturdimiento. En estos lapsos surgía el espejismo de que el tiempo salía de su aletargamiento y se reanimaba a la par que nosotros. Unas veces se trataba de sucesos previstos, los mismos eventos programados para cada año, como la noche de todos los Santos, la trascendente Navidad, o el día del patrón, San Sebastián. En cambio había ocasiones en que los villaorugueños éramos extraídos de nuestra peculiar hibernación por incidentes tales como un bautizo, una fiesta de cumpleaños, un insólito día veraniego, o la muerte de algún vecino. Este último era por desgracia el motivo más frecuente. La conmoción abofeteaba nuestras almas aleladas hasta reanimarlas, y los villanos abandonábamos el calor de los braseros para acudir al pésame, a la vela, a la misa de réquiem, y al entierro. Una muerte nos hacía renacer.

Aquel catorce de noviembre tenía lugar uno de tales casos. Había muerto un villaorugueño y en la iglesia San Miguel Arcángel se celebraba misa de cuerpo presente.

Entorno a la puerta del templo estaba instalada la penumbra. Los cuerpos iban surgiendo entre la sombra arrebujados hasta las orejas en gruesos abrigos, y al entrar a la claridad del interior se desenterraban y se refrotaban los miembros con una expresión de alivio.

- Hola, buenas noches.

- Hola.

-¡Vaya día más perro!

- Hola.

- No sé si llegaré pronto. Todavía están doblando.

- A la paz de Dios.

- La Antonia vendrá luego.

- Hace ya rato que han traído al muerto.

- Es una pena.

-¿Cómo va la hembrilla?

- A las buenas tardes.

- Es lo que digo yo, que en habiendo tanto viejo como habemos y tantos cabrones rodando por ahí que se tenga que morir un chaval.

- Ahí anda, tirando. Don José dice que no es más que un catarrillo y le ha recetado un jarabe.

-¡Qué tiempo!

- La Encarna estará destrozada.

- Pues figúrate tú.

La iglesia San Miguel Arcángel es amplia y clara. Para que se hagan una idea certera les diré que su estilo no tiene nada que ver con las construcciones del románico. Este distanciamiento podemos excusarlo con dos importantes datos. El primero es de índole geográfica: el arte románico se desarrolló fundamentalmente en el norte peninsular- Cataluña, Navarra, Galicia, etcétera.- mientras que villa Oruga se encuentra ubicada en una pendiente de la hoya malagueña. La segunda razón que podemos esgrimir es un índice temporal: el románico tuvo su esplendor desde finales del siglo X hasta principios del XIII, y la iglesia San Miguel Arcángel fue levantada en apenas cinco meses de mil ochocientos treinta y cinco. Por todo ello afirmo que la iglesia villaorugueña no es, desde luego, románica. Allí donde encontraríamos una bóveda de cañón, o de arista, encontramos la homogeneidad de un techo liso y encalado; los ábsides y absidiolos están trocados por una suerte de corralillo encapotado que sirve de sacristía; los muros no son de piedra de sillería, sino unas paredes revocadas a fuerza de cal, y su único ornamento exterior es un balconcito situado a metro y medio sobre la puerta principal donde se colocan tracas y desde el que se tiran juguetes y caramelos el día de Reyes. Ciertamente el antagonismo de la iglesia San Miguel Arcángel con el románico es ostensible, y no obstante, guarda un vínculo con los templos de esta corriente arquitectónica: en el suelo trata de imitar la forma de una cruz latina. Pero en el mero intento se queda toda la relación, ya que el resultado es caprichoso. Desde el exterior, a simple vista, ya se aprecia la desproporción entre el brazo crucero y el brazo mayor, pero es al entrar cuando la armonía distributiva que reinaba en los románicos se rompe en añicos. Aquello no parece, ni por asomo, el interior de una cruz. Allí no hay naves distinguibles, sino un efecto similar buscado por la disposición de los bancos, los cuales se agrupan en dos ringlas arrimadas a metro y medio de las paredes laterales. En el centro las filas de bancos se separan y crean un pasillo más ancho, de unos tres metros, concluyendo así la engañosa tricotomía. La pared de la falsa nave izquierda se encuentra cavada de alvéolos donde habitan las imágenes de cabeza de escayola: un San Jorge rubicundo con el gesto de la cara añorante que blande un espada entre dos dragones de madera muertos, con el color de las escamas desvaído; una virgencita de Fátima con el semblante decaído desde aquella procesión de mayo en que un cable de la luz demasiado bajo le arrancó una de las lágrimas de su mejilla derecha, dejándole en su lugar una roncha blanca y polvorienta; un San Isidro Labrador dirigiendo a dos bueyes que sólo le alcanzan a la altura de las rodillas; un Jesús Nazareno; un Jesús Crucificado; un Jesús Resucitado; un Corazón de Jesús; y una virgen Dolorosa que lo mismo servía en las noches de Sábado Santo que en las mañanas de Domingo de Resurrección. Esta doble utilización de la Dolorosa suscitaba cada año grandes controversias en el seno de la Hermandad de Villa Oruga.

- No hay derecho a que la vistamos de blanco con esa cara de pena- criticaba alguno.

- Podría interpretarse que sus lágrimas son de alegría al conocer que su hijo ha resucitado. La gente no llora sólo cuando está triste, algunos también lloran de felicidad.

-¿Con esa cara? Tú mírale bien y dime sinceramente si ese gesto puede ser de felicidad. No. Por algo es la Dolorosa. El traje blanco le sienta como a un Cristo dos pistolas, y con perdón.

- Entonces qué. ¿No la vamos a sacar el Domingo de Resurrección?

- Yo voto porque no.

- Entonces no tenemos Virgen para el Domingo y a ver qué hacemos.

- Lo mejor sería comprar otra Virgen.

- No sé con qué dinero.

- Podemos hacer rifas, y pedir por las casas.

- Los más importante, al fin y al cabo es la tradición. Siempre nos hemos apañado solamente con la Dolorosa.

- Siempre no, que hará sólo unos veinte años que se saca los domingos.

- Veinte años son suficientes para establecer una tradición, ¿no? Además, si no tenemos Virgen no se puede hacer el encuentro en la plaza y sin encuentro es como si no hay Semana Santa.

Finalmente no se llegó a un acuerdo. Nunca se llegaba. Así que las cosas continuaban igual año tras año. La Dolorosa seguía desfilando de luto en medio del silencio saturnal y de blanco entre la algarabía de la banda de cornetas y tambores el Domingo de Resurrección.

Estoy en la obligación de declarar que a esta Virgen de cabeza de escayola e indumentaria caprichosamente mudable debo gran parte de mi educación en la doctrina liberadora y martirizante del ateísmo. Esta imagen es la culpable de que mi fe empezara a enflaquecer cuando yo tan sólo contaba diez años. Recuerdo el instante concreto en que mis creencias se resquebrajaron y empezaron a moldear esa otra persona más libre y angustiada al mismo tiempo, más despierta e insegura, más egocéntrica y depresiva; en resumen, el instante en que comencé a convertirme en ateo. Fue un día de ensayo para las comuniones. Andábamos los niños correteando y revolviendo por la iglesia, y uno se acercó a la falda de terciopelo negro de la Dolorosa.

-¡Niño! ¿No sabes que si miras ahí abajo te quedas ciego?- le gritó una de las catequistas.

Nada más oír aquellas palabras el resto de nosotros nos quedamos contemplando el borde del faldón boquiabiertos. ¿Podría alguien resistirse a tamaño reto? ¿Qué mayor provocación existe que la prohibición? Fíjense, si no, en Adán y Eva. Antes de que Dios les hablara apenas habían reparado en aquel árbol maldito. El paisaje circundante era una jugosa sintonía de colores, una pulpa tornasolada de placeres dispuesta a que le chuparan hasta la última gota de su zumo. Adán y Eva disfrutaban en aquel mundo ancho, abundante, suficiente. Pero luego Dios les habló, les prohibió, y ¡qué pequeño llegó a antojárseles, entonces, el Universo sin esa posibilidad! ¡Qué importancia fue cobrando para sus vidas el acto de probar aquella fruta! Tenían que acercarse al árbol. Tenían que comer aunque sólo fuera una manzana, una, costase lo que costase; una, la más pequeña al menos; de lo contrario sentirían que ese agujero que se les había puesto en el vientre crecería y crecería y entonces ellos, Adán y Eva, ya no iban a ser nada; ya no eran nada porque el agujero insatisfecho de sus tripas los había devorado. Así nos sentíamos nosotros. Las palabras amenazadoras de la catequista resonaban en las paredes de la iglesia y provocaban un zumbido bronco con el cual la punzada hueca de nuestros estómagos se hacía más y más pesada. ¡Te quedarás ciego! ¡Si miras bajo el faldón de la Dolorosa te quedarás ciego! Una vez leí un cuentecillo de Caesarius de Heisterbach en el que se explica lo que le sucede al corazón de un hombre cuando se le prohíbe algo. Está recogido en su Diálogus miraculorum y es como sigue: había una vez un caballero vil, malvado, vicioso. Toda su vida había transcurrido entre pecados y crímenes variopintos. Al fin un día le crecieron en el pecho unos remordimientos atroces y acudió a confesarse con un clérigo, quien tras escucharle le impuso una penitencia que el caballero no logró cumplir. Esto mismo le ocurrió una vez, y otra, y otra, hasta que el clérigo le dijo que así no iban a llegar a ninguna parte, y le preguntó si existía alguna penitencia que verdaderamente estuviera dispuesto a cumplir. El caballero replicó que en su huerto tenía un manzano, el cual daba unos tan ácidos y miserables que jamás había sido capaz de probarlos, de manera que su penitencia podía consistir en no probar nunca una sola de aquellas manzanas. El clérigo aceptó: “ Por todos tus pecados te impongo que jamás comas a sabiendas una de esas manzanas”. El caballero se marchó a su casa pensando que había cerrado un buen negocio con aquella penitencia. No obstante, la ubicación del árbol era tal que el caballero lo veía siempre que entraba en su huerto. Esta presencia le recordaba constantemente la prohibición, y con el recuerdo empezaba a venirle la más fuerte de las tentaciones. Un día pasó por debajo del árbol y se quedó contemplando las manzanas como hechizado. Extendía la mano hacia las ramas e inmediatamente la retiraba. Así, entre impulso y retroceso, gastó casi todo el día. Su lucha contra el deseo fue tan dura que terminó yaciendo bajo el manzano con el corazón palpitante y murió. Afirma Caesarius de Heisterbach que a menudo una cosa únicamente necesita ser prohibida para que se torne tentadora e irresistible. Es la naturaleza humana. Nosotros niños y carecíamos de la fuerza de voluntad del caballero del cuento. Nosotros éramos seres ingenuos que se dejan arrastrar por sus impulsos naturales, igual que Adán y Eva. ¿Puede alguien pensar, entonces, que no levantásemos el vestido de la Virgen después de la amenaza de la catequista? Por supuesto que lo hicimos. No pudimos resistirnos a la curiosidad, a la tentación, a ese hoyo que se desarrollaba con un peso punzante en nuestro interior. Miramos todos, uno a uno. Nos acercábamos disimulando, embriagados de excitación, de miedo, y echábamos una rápida ojeada debajo del vestido. ¿Dónde estaban esos rayos refulgentes que habrían de cegarnos? ¿Dónde quedaba el sortilegio luminoso? ¿Dónde se escondía el misterio insondable de Dios? ¿Qué significaba aquel esqueleto de madera? ¿Qué era ese andamiaje? ¿Acaso podía ese vientre de madera haber concebido al hijo de un Dios? Sí, aquel día fue cuando mi fe incubó la duda, y como la fe si no es ciega desaparece, mi creencia acabó pudriéndose y murió. La contemplación de ese armatoste enrevesado fue el principio. Después, con el paso de los años, las diferencias desaparecieron por entero, y con una lógica serena, impasible, implacable, metí en el mismo saco- el saco de la mitología- a Noé y a Ut-Mephistin, a Eva y a Pandora, a Eneas y a Abraham. Todos los dioses servían para lo mismo.

En fin... disculpen que me haya despistado. ¿Por dónde iba? ¡Ah, sí! Intentaba describirles el aspecto interno de la iglesia de Villa Oruga. Les decía que la pared izquierda está adornada con ídolos. El extremo de la falsa nave derecha de la iglesia, en cambio, no encuentra tanto amparo. Esta pared no tiene oquedades, y apenas ostenta algunas litografías que representan las estaciones del camino al Gólgota. Al fondo, en el espacio que forma la confluencia entre el brazo crucero y el mayor, hay una pila de mármol con agua bendecida, un cepillo de latón con velitas despabiladas, y un confesionario de tablones desvencijados.

En el centro del púlpito hay un altar compuesto por tres mesas de la escuela cubiertas con una sábana fina bordada de florecillas rosas y celestes. En los bordes de la tela hay encajados unos garabatos con hilo negro y de trasfondo, amarillento e inarrancable, aparece un lamparón con dibujo de anaconda. Detrás del altar, colgado con alcayatas, deslumbra un sagrario barnizado en pan de oro y encima, dentro de un vano amplio, reside la imagen reina del templo: un San Miguel Arcángel que cede su nombre al lugar, vestido con una túnica roja y esgrimiendo entre las manos una espigada trompeta. Aquella tarde fría y oscura de noviembre también había un accesorio colocado a la diestra del estrado. Era un ataúd de ébano sostenido por dos caballetes de acero. Y dentro del féretro estaba metido yo.

El comienzo de la misa me cogió de sorpresa porque no me había percatado de la llegada del cura. Los villaorugueños habían colmado los bancos de madera, y aun algunos se apelotonaban detrás, de pie junto a la entrada. El padre Jorge, quien se había deslizado sigilosamente desde la puerta de la sacristía al centro del altar, era bajo, gordo, sesentón, con el pelo muy blanco y tupido. Al agachar la cabeza le colgaba desde el borde de la barbilla una papada arrugada y solemne, igual que el buche vacío de un pelícano.

- In nómine Patris, et Fílii, et Spíritus Sancti. Amén. Introíbo ad altáre Dei. Ad Deum, qui laetíficat inventútem meam.

Mi atención se alejó rauda del batiburrillo de palabras graves y enfáticas que amasaba la boca hinchada del padre Jorge. No se concretaba en ningún punto, sino que anduvo revoloteando y disolviéndose y concentrándose según su antojo. Yo la dejaba ir y venir libremente:

... la muerte... por ejemplo. Estoy muerto, muerto, muerto. Requetemuerto. Y la muerte es la cesación completa y definitiva de la vida, según cualquier diccionario; y la muerte es la destrucción violenta del error fundamental de nuestro ser, el gran desengaño, según Schopenhauer; y la muerte y la vida son una, así como son uno el río y el mar, según Gibran; y la muerte es la perfecta democracia, según Manrique, y alcanza incluso al que evita el combate, según Simónides; y para mí todas aquellas definiciones no eran más que estúpida pedantería. Para mí la muerte era meramente una putada, la putada más grande que le puede suceder a uno. La muerte me quitaba los campos de villa Oruga, el sabor de la piel de mi mujer, el tacto de la memoria de Borges, o de Faulkner, o de Kafka, las partidas de chinchón en la taberna del Jacinto, el trajín de mi oficina en la calle Larios, las huidas nocherniegas a Torremolinos, el murmullo jabonoso del Mediterráneo... La muerte me lo robaba todo.

Mis pensamientos seguían pululando:

... los rostros... por ejemplo. Allí se adivinaban unos rostros envueltos en la luz amortiguada de las lámparas- aunque había colgadas siete, tan solo tres estaban encendidas -. A la tenuidad se sumaba un rumor de cuchicheos, y de este modo acababa provocándose la sensación de estar asistiendo a un contubernio de espectros. ¿Qué diferencia había al fin y al cabo? ¿No estaba yo presenciando una ceremonia arcana de caretas fantasmales? ¿No ocultaban aquellas máscaras a unos seres embriagados? ¿No estaban borrachos de fe? Casi escuchaba el ritmo zumbón de su cántico. ¡Euhoé! ¡Euhoé! ¡Euhoé! ¿No era la fe de esos corazones el arroyo que mana de la sangre de ménadas y sátiros? ¿Qué distinguía la fe de los unos del vino de los otros? ¿No son fe y vino la misma sustancia que esclaviza al individuo y, a la par, le crea la ilusión de que es libre y valiente? ¿No son la única sustancia que conecta lo divino con lo terrenal? ¡Herejías! ¡Apostasía!, clamaba con indignación la voz de mi superyo ante tales pensamientos. Pero contra esta represión intuitiva acudía, una vez más, el argumento irrefutable del esqueleto de la virgen Dolorosa. Siempre que meditaba sobre ritos y creencias y el ímpetu profundo de mi naturaleza trataba de impulsarme hacia la duda, aparecía la imagen nítida de aquel laberinto de maderas. Por unos instantes había estado en un tris de convertirme en un funambulista sobre el eje de la balanza del dilema religioso: o solos o acompañados. Entonces se repetía la clara visión del andamiaje como un contrapeso definitivo. Solos, decía la balanza. Irremediablemente solos. Y mis dudas se disipaban, quedando en su lugar una convicción diamantina. Solos. No había luces cegadoras bajo los faldones de las Vírgenes, ni males de ojo, ni Cíclopes, ni Budas, ni Mahomas, ni Pangus, ni Cuchulainnes, ni servilletas de trapo que representaran los cojones de un diablo. Estábamos solos. El vino y la fe volvían a parecerme, tras la derrota de la duda, una misma cosa. Y todos los dioses el mismo dios. Todo era a un tiempo lo idéntico y lo múltiple, la realidad y la ficción, porque todo provenía desde igual fuente, desde el hombre, para componer al hombre; al hombre solo. En algún momento de la evolución nos habíamos percatado de nuestra abrumadora soledad, habíamos sentido su pesadumbre angustiosa. Y el desamparo significaba azar, suerte, responsabilidad, y otros conceptos incompatibles con la soberbia humana. Por eso habíamos decidido acompañarnos como hace cierta clase de locos. Los santos, los héroes, la Hydra de Lerna y Alá eran, pues, un síntoma de la enfermedad del hombre. Mientras continuásemos contaminados no avanzaríamos, nos quedaríamos estancados en la evolución. Pero ¿acaso el hombre debía evolucionar? ¿No dejaría entonces de ser hombre para convertirse en otra cosa? ¿No era inherente al hombre esa corte ilusoria de la que se había rodeado?

Seguí divagando con irritación. Reprochaba mi sentimiento de rabia a cada uno de los rostros de los fantasmas sentados en los bancos de la iglesia. Tú estás loco Jacinto, y tú, Micaela, y tú, Juan, les instigaba. ¿No percibís el peso estragador de vuestra soledad? ¿Por qué desdeñáis el agobio de su abrazo? ¿Es que pretendéis seguir varados eternamente en las playas de la evolución? ¿Es que no queréis ser otra cosa superior al hombre? ¿Es que no os gustaría abandonar la demencia? ¡Dejad la fe que os embriaga! ¡Romped con vuestras creencias para ser libres, porque sólo la descomposición de los ritos os liberará del hombre! ¿No os avergüenza el repudio de la auténtica libertad, el rechazo de ese ente superior al hombre? Sobre todo tú, Salvador Zamora. Te comportabas como cualquiera de los cabrones que se inventa Cela en sus novelas y luego, cuando tu mujer se larga con otro y tu niña, de pura pena, se mete a puta en ese tugurio de Cártama, te encoges de hombros y mientas de memoria algún que otro salmo. Los caminos del Señor son inescrutables, dices. ¿Y si no hay Señor? ¿Y si estás solo? ¿Entonces de quién es la culpa, Salvador? ¿A quién vas a hacer responsable de tu vida? ¡Qué cómoda te resulta la servidumbre! ¡Qué práctica es tu fe! ¡Qué bien te sienta no progresar, seguir alucinado, constantemente hombre! Tú, y todos los que son como tú me dais asco. Os complacéis con vuestra esclavitud. ¿Tanto os duelen y acobardan las riendas de una existencia fortuita?

¡Qué de tonterías pensé dentro del ataúd! Entonces unas palabras del padre Jorge me regresaron al hilo de la misa.

- A continuación Alfonso Romero, hermano del difunto, dirá unas palabras en su memoria.

De la primera fila de bancos se levantó una sombra gris, flaca y larga, desgarbada, ajustada en un traje negro intenso, sin corbata. Los trazos de la silueta apenas habían cambiado su disposición después de veinte años y, no obstante, acababan configurando un aspecto como desconocido. Tal vez esta suerte de extrañeza no la fomentaba la propia conformación del dibujo, sino su ubicación, su mera presencia. ¿Qué pintaba mi hermano en mi funeral? ¿Quién le había convidado?

 

-¡Mierda!- le reprendí nada más llegar a casa.- No te has presentado a la fábrica. El día de la entrevista y vas y no te presentas.

- Me quedé dormido- replicó desde el sofá pasando ruidosamente unas páginas del periódico.

-¿Dormido? ¿Así, sin más? ¿Te quedaste dormido?

- Pregúntale a mamá.

La figura de Alfonso se arrastraba hacia el púlpito despacio. En una mano traía una hoja de papel.

- Es cierto- dijo mi madre.- Había puesto el despertador a las siete en punto pero no ha sonado.

-¿Y tú no tienes despertador? ¿Por qué no lo programaste por si acaso?

-¡Vamos! Sabes perfectamente que nunca se le pasa la hora- dijo señalando hacia la expresión culpable de mamá.- Siempre es ella la que nos llama. ¿Cómo iba a saber yo...

- La culpa es mía- proclamó un fleco de voz hiriente. Los labios de mi madre se arremangaban con un gesto trepidante. Estaba a punto de llorar.

Seguía avanzando cansinamente hacia la tarima. ¿Qué sería aquel papel? ¿Es que había ensayado un discurso?

- Podías haber telefoneado al menos. El encargado ha estado esperándote más de una hora. Yo le decía que era muy extraño, que seguro que te había pasado algo grave, un accidente. Sí, hombre, sí, seguro que ha sido eso. No se lo ha tragado ¿Quién se iba a tragar semejante cuento si todos nos conocemos en el pueblo? ¿Sabes la cara de tonto que se me ha puesto?

- Tampoco tienes que dramatizar- intervino mi madre. -Mañana va y explica lo ocurrido.

-¡Sí, claro! Mire usted, don Vicente, es que me quedé dormido porque a mi mamá se le pasó la hora. ¡No! Mañana no irá porque ya no quieren que vaya. ¡Joder! ¿No se te pasó por la cabeza ir corriendo, aunque fuera tarde?

- Bueno... olvídalo ya.

- No me da la gana de olvidarlo. Fui yo quien te recomendó.

-¿Es que te van a despedir por eso?

- Gracias a Dios que no. Yo tengo los suficientes méritos en la empresa como para que no me echen por un estúpido error, porque eso es lo que ha sido recomendarte, la metedura de pata más grande de mi vida. No sé en qué estaría pensando, conociéndote como te conozco.

- Tampoco es una ganga de currelo, al fin y al cabo, así que no sé por qué te pones tan nervioso.

Volvió a inclinar su cabeza sobre las páginas del periódico.

-¡Claro! ¡Claro que no es una ganga! La ganga es lo que haces tú, andar todo el día tocándote los huevos. Eso sí que es un chollo.

- Ya buscará otro trabajo- terció mi madre.

La estudié con los ojos muy abiertos y estúpidos.

- Lo peor es que no sé si le defiendes simplemente porque es tu preferido o porque de verdad te crees todo lo que te dice. ¿En serio piensas que tiene intención de ponerse a trabajar? Puede incluso que sea él quien ha entrado por la noche en tu cuarto para cambiar la hora del despertador. No me sorprendería en absoluto. Éste es capaz de cualquier cosa con tal de no dar un palo al agua.

-¿Qué sarta de tonterías estás diciendo? Eres un malpensado. Además, yo no tengo ningún preferido. Los dos sois iguales para mí y a los dos os quiero igual.

-¡Ya! Pero mientras nos quieres a los dos lo mismo yo me mato trabajando en la fábrica de las almendras y el niño se dedica a derrochar el tiempo escribiendo poemitas. Esta me resulta a mí una igualdad relativa.

- Tarde o temprano tenías que sacar a relucir la poesía- se quejó sin levantar la vista de la prensa.- Parece que te da envidia que los demás tengan otras inquietudes que no sean levantarse a las siete de la mañana y deslomarse por cuatro duros de mierda.

La sombra de mi hermano Alfonso retorció levemente el soporte maleable del micrófono y desparramó por la concurrencia un ademán de pomposa contemplación. Los parroquianos apagaron sus murmullos fantasmales y la iglesia San Miguel Arcángel encontró un silencio maravilloso.

-¿Envidia?- grité con un chorro de voz colorado.- Mira guapo, aquí comemos los dos, nos vestimos los dos, salimos el fin de semana los dos. La diferencia es que yo pago lo mío con esos cuatro duros de mierda que gano, y tú te pasas todo el rato con la cabeza en la Luna y poniendo el morro, a ver si cae algo. ¡Pero siempre cae algo! ¡Siempre viene la mami o el papi a sacarle las castañas del fuego al niño! Yo no te tengo envidia. Yo no quiero pegarme todo el día escribiendo poemitas, o pintando cuadros, o haciendo no sé qué gilipolleces. Yo quiero ganarme el pan con estas manos, sin tener que darle gracias a nadie. ¡Envidia, dice! ¡No! ¡Yo no siento envidia! Lo que yo siento es rabia. Rabia de que seas un vago, un irresponsable, un caradura.

- No empecéis otra vez.

- Me está insultando- se quejó Alfonso.

- No te estoy insultando, te estoy diciendo la verdad.

- Déjame en paz.

- Te dejaré en paz cuando no perjudiques al resto de la familia con tu comportamiento, cuando tengas un trabajo y te hagas la cama y friegues los días que te corresponden y no dejes la ropa tirada por ahí en cualquier parte. Te dejaré tranquilo cuando abandones esa actitud de parásito, de sanguijuela, cuando te des cuenta de que no vives solo.

- Me das pena, mucha pena- me dijo apartando a un lado el periódico y levantándose del sofá. Me miró rotundamente, con las pupilas restallantes, con las manos formando dos puños exaltados.- Me das una pena infinita. Sabes que nunca serás más que un don nadie, todo el día desriñonándote y lamiendo culos, sí, don Vicente, no, don Vicente, por supuesto, don Vicente, ahora mismo, don Vicente, aquí le pongo mi culo por si le apetece darle una patada, don Vicente. Todo el día hecho un puto esclavo, y después llegas a casa y descargas en mí todas las miserias y las frustraciones de tu inútil vida. Eres un cobarde asqueroso.

-¡Vale ya! ¡Estoy harta de vuestras discusiones!- gritaba mi madre.

 

No traten de buscar una fecha determinada en el calendario. No la hallarían. Si alguien tuviese una película de vídeo con nuestra vida grabada la rebobinaríamos insistentemente y siempre veríamos la misma escena. Aquella situación fue idéntica una y otra vez, se repitió a lo largo de los años. Las mismas palabras y los mismos gestos se reproducían semana tras semana, día tras día, minuto tras minuto, como reflejadas en un espejo implacable. Yo de pie, yo sentado, Alfonso de pie, Alfonso sentado, mamá en medio, papá en medio, siempre en medio, siempre los dos en medio, siempre gritos, siempre aspavientos, siempre los poemas y la haraganería, siempre la envidia cochina y la vida miserable, siempre igual, igual, igual en el laberinto de los espejos. Pero finalmente la esfera cristalina reventó por el centro. La eternidad de nuestras riñas tradicionales se había descompuesto y del accidente surgió una diversidad de acciones renovadas. Se terminaron las voces calcadas, los gestos repetidos, y mamá y papá en el medio, siempre en el medio. Se produjo el cambio. ¿Qué originó la huida hacia lo nuevo? ¿Cómo se rompió el espejo donde se reflejaban nuestras disputas? Fue el día ineludible en que Alfonso y yo nos golpeamos. Fue en ese preciso instante cuando las palabras se desbocaron y los ademanes se retorcieron. Habíamos parido el inevitable desbaratamiento de las peleas rutinarias. Habíamos partido de un círculo de reproches y de insultos hacia una recta de sorpresas. Nuestra vida iba a cambiar por completo.

Recuerdo con nitidez el embate de su mirada oblicua mientras permitía que su nariz ensangrentada bañase la alfombra del salón. Mi madre lloraba histéricamente y mi padre, sentado en el sofá, nos gritaba que éramos unos idiotas y pegaba manotazos a la mesa de mármol. A la mañana siguiente la ropa de Alfonso había desaparecido del armario y su cama continuaba ordenada.

Alfonso se inclina hacia el micrófono y carraspea antes de hablar. El silencio en la iglesia es absoluto. La gente mira la pose de mi hermano con admiración.

Sólo tardé dos meses en secundarlo. Los silencios se habían apoderado de todos los rincones de mi casa y rumoreaban por las paredes cargados de una acusación tirante, de una insólita denuncia. Podía meterme debajo de la cama, o esconderme en el lugar más insospechado, pero acababa tropezándome con uno de esos silencios. Sin embargo, mayormente se concentraban en la órbita de los ojos de mis padres. Frente a las pupilas silenciosas la confrontación se convertía en una batalla salvaje. Notaba cómo las notas vacías se me aproximaban con disimulo y me iban cercando y estrujando hasta implantarme en las costillas una angustia violenta. ¿Por qué me contemplaban mis padres de aquella manera hiriente? ¿Por qué me envolvían con el mutismo fragoroso de sus ojos? En el acto, la respuesta brotaba dentro de mi pecho amoldada al sonsonete de un eco irrefutable. ¡Tú tienes la culpa! ¡Tú eres el único culpable de que Alfonso se haya marchado! ¡Tú has destrozado esta familia! ¡Tú! ¡Sólo tú! ¡Nadie más que tú! ¡Tú! ¡Tú! ¡Tú! ¡Tú! ¡Tú!... No pude soportar la tensión y me fui de Villa Oruga.

Conseguí trabajo como secretario en las oficinas de una compañía de seguros y me instalé en Málaga. Al principio visitaba a mis padres esporádicamente. Sin embargo, sus miradas continuaban guardando el matiz querellante que tanto me enervaba, así que con la excusa de que mi trabajo me mantenía demasiado ocupado fui espaciando mis visitas, hasta convertirlas en un acontecimiento excepcional. Era, al fin y al cabo, la mejor solución. Llegué a no tener apenas noticias de ellos en varios años. Les invité a la boda, por supuesto, pero papá estaba muy enfermo y no podía salir de la cama. Bien, mejor así. De mi hermano Alfonso no había vuelto a saber nada desde su fuga.

Cierto día recibí una llamada telefónica repentina. Era mi madre.

-¿Sabes? Me dijo después de intrincados circunloquios.- Tu hermano ha ganado el Premio Nacional de Poesía.

-¿En serio? Ignoraba que se dedicara a la escritura... profesionalmente. Bueno, me alegro por él- mentí.

- Yo creo que deberías llamar para felicitarle- se atrevió después de unos segundos.- Si quieres te doy su número. Me parece una buena ocasión para que te disculpes e intentéis arreglar las cosas de una vez por todas.

-¿Disculparme? Estás bromeando, ¿verdad? Yo no tengo motivos para pedirle perdón. Fue él quien se largó de casa sin avisar a nadie y por su propia cuenta, ¿o ya no te acuerdas? Claro que te acuerdas, pero sólo me echáis la culpa a mí. Tú y papá. Pues me da igual lo que penséis. Yo vivo muy a gusto con mi conciencia y mi hermano no me hace falta en absoluto. Soy feliz como estoy.

- Me parece sumamente cruel lo que estás diciendo.

- Tal vez lo sea. De todos modos es lo lógico, ¿no? Se supone que yo desempeño el papel del malo en esta película, y los malos no tienen sentimientos y dicen y hacen cosas crueles.

- Nadie te ha dicho nunca que seas el malo, hijo.

- Directamente no, pero os habéis empeñado en hacérmelo sentir.

- Eso no es verdad.

- Mira, mamá, es inútil que discutamos. Nunca nos ha llevado a ninguna parte, y hoy no tiene por qué ser distinto.

- Pero es mi deber de madre tratar de que mis hijos se quieran.

- Por supuesto. Y el deber de mi integridad moral es no fingir unos sentimientos inexistentes. Sería un hipócrita.

- Estoy convencida de que no hablas en serio, hijo. Es imposible que no quieras a tu hermano. Tenéis la misma sangre.

- Dime una cosa. ¿También le has telefoneado a él para soltarle esta monserga del amor fraternal? ¿Le has llamado para sugerirle que me pida perdón?

- Eso es diferente. Tu hermano es mucho más sensible... más débil que tú. Ya lo sabes. No se atreve a llamarte porque piensa que le colgarías el teléfono. Pero en realidad le encantaría que os reconciliarais. Lo sé de sobra. Por eso tienes que llamarle tú.

-¡Vaya tontería! Deseando reconciliarse... más débil... No me vengas con cuentos. Yo te explicaré la auténtica razón por la que no es a él a quien llamas para que dé el primer paso. Crees que la culpa fue sólo mía, ¿no es así?

- No, de veras. He hablado con él. Te juro por lo más sagrado que no te miento. Está deseando hacer las paces pero no se atreve.

- De acuerdo- concedí viendo que nuestra conversación, como siempre, era absurda.

-¿Significa eso que le llamarás?

- Sí, le llamaré- mentí.

- Gracias, cariño. No te imaginas la alegría que me das. Entonces te digo su número de teléfono.

Ni siquiera me fijé en una de las cifras.

A las cuatro o cinco semanas de esta conferencia telefónica con mi madre recibí por correo certificado uno de los ejemplares del volumen de poesía de mi hermano que estaba de moda. Se comentaban los poemas en las librerías, en la radio y en las escasas tertulias literarias que emitía la televisión a horas intempestivas de la madrugada. El libro se titulaba Canciones de desterrado. En la primera página había una dedicatoria garabateada con bolígrafo. Para un hermano querido. Volví a leerla detenidamente. Para un hermano querido. Para un hermano querido. La releí una y otra vez. Me obsesioné con cada una de esas palabras hasta tal punto que no llegué a pararme en ninguno de los poemas del interior. Para un hermano querido. Siempre que abría el libro me quedaba atrancado en aquella página, en aquellas letras, contemplándolas como hechizado. En vano pretendía voltear la hoja. ¿Qué importancia podían tener, en definitiva, los poemas? Sólo contaba el cuerpo tangible del libro. Ese conjunto significaba un éxito y una derrota, un hecho y una mentira. Significaba su triunfo sobre mí. Para un hermano querido. Mira, hermano, pásmate con mi criatura. ¿No me acusabas de desperdiciar el tiempo en la Luna? Pues mira qué tesoro me traje de allí. Mira la fortuna de esta sanguijuela perezosa. ¿Tampoco me tienes envidia ahora? Mi nombre corre de boca en boca, viaja a través del espacio y se prolongará por los latidos del tiempo. ¿Y el tuyo? ¿Dónde está tu nombre? ¿Dónde estará mañana? ¿Quién se acordará de ti? Para un hermano querido. Para un triste, gris, infecundo, envidioso y querido hermano. Pero no te preocupes, porque yo, que estuve en la Luna y me traje un tesoro, yo, que soy muy bueno, te perdono.

 

- Todos vosotros me conocéis desde niño- empieza Alfonso mirando fijamente hacia la bola menuda del micrófono- y sabéis de sobra que soy un tanto desmañado a la hora de hablar. No sé... es como si me resultara imposible expresarme si no es en verso. De manera que en este doloroso momento quiero hacerlo así, quiero expresarme en verso... He compuesto un soneto para mi hermano. Éste es:

Podrá, hermano mío, acobardarse

la carne frente al peso de la tierra,

podrán su consistencia y su firmeza

trocarse en arenilla y esfumarse.

Podrá el alma ser un desvarío

y el Cielo un consuelo de cristal,

y Dios la barandilla fantasmal

de un hombre amedrentado, hermano mío.

Más no podrán tierras ni fantasías

hundirte en el abismo del olvido,

que en nuestro corazón está tu nombre.

Pues mientras hay memoria, habrá vencido

al punto de la muerte de algún hombre

la vida prolongada tras la vida.

- Descansa en paz, querido hermano.

Entonces mi hermano Alfonso, el querido hermano, mi hermano el bueno, el sensible, el débil, el poeta, el triunfador, se acercó a mi ataúd despacio, con los ojos llorosos, y me susurró.

- Jódete.

Y yo, muerto y todo, le odié más que nunca.

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Published on e-Stories.org on 30.01.2010.

 
 

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