Angeles Caparros Vacas

Garabatos

    Ana mira sin ver la pantalla plana del televisor, las imágenes se suceden sin atrapar su atención. Sentada en el sillón blanco con las piernas extendidas sobre la mesa de cristal. Piensa que ahora que la  edad se le escapa  ha reencontrado una gran pasión.
    Esta utopía, que siempre ha intuido y que ahora le llena las horas de cualquier día, es Escribir. Ha sido un deseo siempre aplazado para un  momento mejor, persistente y resistiendo al olvido. Una fantasía escondida en una caja fuerte ubicada en algún rincón oculto de su anatomía. Un caleidoscopio de recuerdos de minutos preciosos, mezclados con tristezas intensas, vergüenzas absurdas, y proyectos de historias inventadas que nunca salían a la luz.
 
    Mientras oye a través de la ventana abierta la lluvia que empieza a caer, recuerda sus primeras tentativas, fueron garabatos, reflejados en aquellas redacciones infantiles realizadas con tanto esmero y con un interés muy superior al despertado por las cuatro reglas matemáticas. Caligrafía de colegio de monjas, que por intervalos de tiempo iba recobrando identidad propia. Su inclinación, sospechosa, a la derecha se enderezaba de forma gradual y las letras adquirían una personalidad única, independiente y distinta a la de las demás alumnas.
 
    Aprendía verbos, artículos determinados, oraciones transitivas, complementos indirectos. Todo embebido con una atención extrema, grabado como un tatuaje en su inconsciente de niña y recordado treinta años después en exámenes de oposiciones, sin necesidad de volver a estudiarlo.
 
    También leía, era una pequeña carcoma, devoradora de cuentos infantiles y más tarde consumía todo el papel escrito que pudiera caer en sus manos.

 
    Hoy es domingo y Ana todavía recuerda cuánto odiaba las tardes de los dias festivos en que la obligaban a abandonar la lectura y eran sinónimos de aprender listas de nombres de ríos del mundo, mezcladas con inventarios cronológicos de reyes conquistadores y de postre la tabla de los símbolos químicos con sus valencias. Memorizaba datos sin ningún atractivo para ella. Seguía los criterios de sus profesoras que habían conseguido convertir la aventura del trazado de los mapas en un jeroglífico y la magia de la historia en un tedio. Solo la salvaba entonces el momento de preparar los temas y actividades de
la Gramática Española.
 
    Descubrió la enorme utilidad de la construcción correcta del lenguaje para expresarse en su correspondencia, compartiendo a través de sus cartas vivencias y proyectos con amigas y novios de verano a los que el curso escolar separaba y sin embargo mantenía unidos aquella mezcla mágica de cuartilla, sobre, bolígrafo y sello de correos. Al día siguiente, al salir del colegio, caminaba acompañada de su amiga, hasta el edificio de correos y ya solo quedaba esperar
la respuesta. Aguardar a que el cartero trajera algún sobre con su nombre que asomaría por la rejilla del buzón verde oscuro en el portal de su domicilio, en el segundo piso del número ocho de
la calle Padre Damián.
 
    Ahora su hogar, lejos de la ciudad, es otro y su vida también. La lluvia empieza a golpear con fuerza los cristales, el olor a tierra mojada acentúa sus recuerdos. Ana cierra la ventana mientras piensa que siempre garabateó. Siguió haciéndolo cuando, por timidez, no envió aquella redacción, qué al cumplir los catorce años, compuso para un concurso escolar, en él qué ella soñaba con ganar. Más tarde debió realizar los estudios necesarios para explorar el mundo que tanto le atraía, pero escogió la opción de ciencias para terminar el bachillerato. 
 
    Tuvo muchas más ocasiones y motivos para escribir, pero el trabajo, la familia y la falta de tiempo necesario para moldear sus fantasías se convirtieron en un enemigo firme y resistente.
 
    Garabateaba, buscando en el caleidoscopio de su caja escondida y trataba de describir a sus hijas que extendían los brazos, dando los primeros pasos de sus distintos caminos.
 
    Sintió esa llamada entonces.  La vuelve a sentir ahora cuando esos pasos las han llevado lejos de casa. En este momento en que un caudal de palabras se agolpa por salir a trazar las páginas de un cuento o cuando a fuerza de estar reprimidas, las frases se amontonan desorientadas sin encontrar la salida de la belleza.

 
    Ana apaga el televisor y se sienta ante la otra pantalla, la del ordenador, que le abre un camino distinto. Se esfuerza ahora en saber narrar aquellas conversaciones despreocupadas o profundas, disfrutadas antes de que, entre tanto dolor, se le fuera un buen amigo, creyendo que todavía no le correspondía ese viaje, fecha que llegó inexorable para arrebatárselo.
 
    Garabatea también los recuerdos de sus viajes, apuntes de paisajes en la memoria; frases escritas con acuarela y pintadas en catedrales; música para las calles del barrio de
La Boca. Murmullo del lenguaje en el mar de Cádiz.
 
    Ella desearía poder plasmar en el papel virtual la sensación que la llena al sentir el sol que calienta sus piernas a través del cristal del balcón, en un mediodía frio de diciembre, después de que la lluvia, casi siempre presente en su nueva residencia, la haya empapado hasta que se ha resguardado en el portal de su casa. Esa evocación de dejar los zapatos mojados, y meter sus pies, ya secos, en los calcetines gruesos de lana.
 
    Pero solo garabatea.

 
    Por eso Escribir, es ahora para ella una revelación clara que siente a cualquier hora y en cualquier lugar.  Una cita diaria a la que no quiere fallar más. Un compromiso con la imaginación, las experiencias y los recuerdos. Tarea que la seduce y la anuda a la mesa de trabajo en el laboratorio de historias. Afición enredadora, ambiciosa y atrayente a la que piensa dedicar el resto de su existencia.
 

 

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Published on e-Stories.org on 27.09.2010.

 
 

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