Vicente Gómez Quiles

FRAGILIDAD

(“La vulnerabilidad del ser comienza cuando otros controlan nuestros destinos.”)

                                                           PRIMERA PARTE

                            En un santiamén, eché a correr sin apagar el ordenador, saliendo apresuradamente por la acristalada puerta provenzal de la sombría ciberbiblioteca. Tropecé con una señora levemente encorvada, pelirroja y rechoncha. Disfrazada con abrigo de marmota abotonado hasta el cuello, libre de complejos, satirizando cualquier miedo al ridículo. Dejándola barriguda, diminuta. Portando sombrero rojo con rejilla y peculiares gafas de pasta negra, que en el preciso enfoque resultó ser mi profesora de piano. Me disculpé, aunque no me reconoció mientras intentaba colocarse sus gafas escurridas por su chata y blanquecina nariz. Con la respiración acelerada observé que Madeleine no estaba. Me tocaría esperarla como siempre. Habíamos quedado a las cuatro y media en la plaza Kléber, frente a su céntrica estatua. Intitulada antigua plaza de armas. Los cilíndricos bajorrelieves evocando las victorias: Altenkirchen y Heliópolis, parecían una extraña portería de hockey. Intenté respirar hondo. Tranquilizarme. La ansiedad apedreaba mi piel. Distraje el nerviosismo intentando reconocer los países representados en aquellas banderas, ondeando nítidamente, sobre enjutos mástiles blancos coronados por lucidas esferas doradas. Apenas deambulaba gente a esa hora. Dudé en dos países. De todas formas, a quién confesaría mi desconocimiento de Europa. ¿A Madeleine? ¡Ni hablar! El argentino Domingo Faustino Sarmiento escribió que la ignorancia es atrevida. Temblando mi cuerpo como un gelatinoso flan, prefería transformar las banderas en estandartes de prudencia. Afortunadamente. Lejos quedaba, aquella etapa de severa formación por algunos ebúrneos en salesianos. Cuánto repudiaba esa autoridad bochornosa, prontas misas en latín como amodorrada anestesia, humillándonos a primeras de cambio si cuarteábamos el silencio con un simple murmullo, oprobiosa, sin pies ni cabeza, como si derogaran infelicidad en todo momento o quisieran purgar algo difícil de significar, suministrándonos paulatinas dosis de rigor que finalizaban en caóticas culpas. Si por casualidad, discrepábamos exigencias, mayores eran los punzantes tratos; haciéndonos el internado sumamente desagradable. Curiosamente, no guardo ningún grato recuerdo. La mente borra etapas ominosas y convulsivas del pasado. Tal vez, lo único positivo fueron los amigos que hice. Amigos que serán para toda mi efímera eternidad. También es cierto que la muerte de mis padres fue una pesada carga. Todo se desplomó como si cayera desde un abrupto peñasco. Convivir con Gerardo, mi tío paterno, fue otro infierno. Casado con una argentina, la tía Isa, flaca con cara de comadreja, repulsivamente envidiosa, arrogante. Definitivamente, una mala persona. Ni el propio Satán, en caso de existir, soportaría tenerla cerca. En el fondo, me da pena mi tía Isa. Hastiada mientras note cierta satisfacción en los demás. La mayoría de mis compañeros, provenían de familias adineradas pero rotas. Era como si el dinero y afán de poder de sus padres pusiera barreras al cariño. Piedra sobre piedra, ocultando cualquier vínculo hogareño. Las dificultades nos unían. Irremediablemente, por padecer inquietantes vergüenzas. Jaime Guzmán, un chico extrovertido, aficionado a escribir, escondía sus relatos en la oquedad trasera de un azulejo en una cabina del váter. Comentándome frente al  tosco desayuno. - ¿Qué nos depararán éstos seres retorcidos, asumiendo que nacemos ya en pecado? ¿Cuánta mentira guardan estas blancas paredes diáfanas? Ahora evito taxativo los fanáticos de fe, predicando falsas promesas. Aconsejándonos cómo intervenir en nuestras propias vidas. En contraposición hay algo, que no he logrado olvidar, aunque quede casi distorsionado, proveniente de una espesa neblina irreal. El incidente de Pablo Yagüe, nos dejó una huella demasiado profunda. La cotidiana tensión trompicó, paralizándonos, como si el entorno enseñara otras fauces indelebles. Ya nada tenía lógica tras el repentino suicidio de Pablo. Esa aciaga mañana apareció ahorcado, colgando desde un barrote del ventanal. Durante mucho, la imagen quedó perpetua para todos; impasibles formábamos un hostilizado círculo en el cuadriculado y firme patio. Enmudecidos, inútiles, con un conciso por qué en nuestros ojos tremulantes, empapados de angustia e incertidumbre juvenil. Estuvimos semanas sin acercarnos por su habitación. Evitando ese aterrador trozo del pasillo, convirtiéndose en nuestro lugar prohibido. Apuntaron la separación de sus padres, subyugado a un patético derrumbamiento laberíntico, al no recibir cartas ni visitas los últimos fines de semana. Otros, especulábamos disparatadas versiones. Juan José Latorre, su mejor amigo, afirmaba que don Enrique Picó no lo dejaba en paz. El cura se encaprichó del muchacho, obligándole a cosas que Juan José, enrojecía sin atreverse a relatar abiertamente. Miré de nuevo el reloj. Apenas habían pasado seis minutos. Suspiré exhorto, impacientándome. ¿Por qué las mujeres siempre llegan tarde? Me da igual si se pone pestañas postizas o si no se ha planchado el pelo. Su belleza rompe, arrasa, luce por donde vaya. La primera vez que la conocí, estuve ridículo. Madeleine me preguntó en el conservatorio para ir a clase de violonchelo, tartamudeé más que una metralleta de feria. Inmediatamente se echó a reír. Desde entonces, obsesionado, no he perdido su rastro, como un animal en celo la buscaba por las aulas. Haber conseguido matricula en el conservatorio nacional de música en Estrasburgo es un privilegio. Debo ejercitar mucho, conseguir mis sueños. Pero desde que conocí a Madeleine, no consigo concentrarme. Miré de nuevo el reloj. Un reloj de pulsera sencillo, que idolatro, guardo como oro. Ya que es lo único que tengo de mi padre. Mi padre era muy distinto al tío Gerardo. Mi padre siempre miraba por los suyos, rememoro su sonrisa capaz de alegrar incluso los días más tristes. La bondad personificada. Jamás tenía un no para nosotros. Pero la vida nunca es un cuento de hadas. Aún tengo pesadillas con esa avioneta de Travelair C.A., que se estrelló en Venezuela. Ojalá la cordillera de los Andes no fuera tan extensa. Ojalá mi padre no hubiera sido nunca piloto y mi madre no quisiera acompañarle a todas partes. Ocasionalmente, tengo la extraña sensación que me observa orgulloso, escuchándome desde ese ingrávido mar de nubes. Después del sepelio, bajo una inmensa lluvia que taladraba los paraguas, dejé Caracas para ir a vivir a Buenos Aires. A los once días y cuatro horas y diecisiete minutos exactos, mis tíos me llevaron a Santa Fe, internándome en el Colegio Salesiano Santo Domingo de la ciudad de Rosario también en Argentina. Alejado del mundo. Aturdido. Solo con mis desdichas. Mi refugio fue un piano. Un piano algo desafinado en el interior de la capilla. Casi sin darme cuenta, compuse partituras que me llevaban lo más lejos posible de aquel inmundo lugar. En ocasiones, los protervos pensamientos y actitudes de mujeres y hombres soberbios y engreídos, como mis distantes tíos, pueden llevarte a caminos insospechados de luz. Y esa claridad interior se había convertido en la música. Mi acuciante deseo consistiría desde entonces, alcanzar alguna prestigiosa filarmónica. Pero seguramente todavía quedaba todo muy remoto. ¡Por fin! Llegaba ella. Espectacular. Rubia con los ojos grandes y verdes. Hermosa y deseable. Fundiéndonos en un abrazo, nos besamos mientras palmeé su trasero. - ¡Cariño, mi madre nos espera! - ¿Cómo? - ¡Quiere conocerte! (Añadió Madeleine mientras sonreía con cierta picardía.) Supuse cierta sensatez, después de estar tres meses saliendo juntos. Cogiendo el bus no podía dejar de mirarla. Madeleine tenía cinco años más que yo. A mí no me importaba, porque la quería desmesuradamente, sobre todas las cosas y personas. Bajamos en Rue Louis Apffel, cerca de la circular Place La Republique y el magnífico Palais du Rhin. Una zona opulenta, extraordinariamente cuidada desde el corazón de la ciudad. Elegantes fachadas de dos y tres plantas con bóvedas, balconadas y precisos salidizos de piedra que encandilaban ante rebosantes alargados pasos, transportándote mágicamente hasta otra época. Chirriando en su fatigado barrido, abrimos la descomunal puerta de hierro para acceder hasta un entrador ajardinado, fresco, hermoso, salpicado de florecidas camelias y entrelazadas enredaderas.        

                                                           SEGUNDA PARTE

                            Siempre he sido de la opinión que la casualidad puede llevarte a conocer misiones insospechadas. Recuerdo aquella noche tibia, espléndidamente estrellada en Estrasburgo. Un servidor, por entonces, acababa de publicar su tercera novela titulada: “Fragilidad” Jamás imaginé de niño salir de Argentina. Mi editor insistió hasta convencerme. ¡Ay, Albertito! Capaz de venderle a las vacas su propia leche. El libro ya había sido editado en quince lenguas. Resultaba crucial promocionarlo por Europa. Después de una concurrida presentación e inmediata sesión de dedicatorias y firmas de ejemplares, en el salón principal del Hotel Regente Petite France. Decidí salir solo hacia la ópera. Excelente fachada ubicada en la fascinante Place Broglie. Terminado el concierto de cámara. Dispuesto a marcharme. Vislumbré entre la multitud a mi amigo Marcos. Nervioso, mirando de izquierda a derecha como si intentara escabullirse de alguna difícil emboscada. - ¡Marcos! (Le grité) - ¡Dios mío, Jaime Guzmán! Nos abrazamos. - ¡Pero, dime! ¿Qué se te ha perdido por aquí, hombre? - ¡Vine a promocionar mi novela! - ¿En serio? Entonces, de algo sirvieron esas interminables horas oliendo a mierda en el baño. Arranqué apresuradas carcajadas ante su descarada espontaneidad. - ¿Y qué es de tu vida? - ¡Me casé, sí, en serio, me echaron el anzuelo, amigo mío, es preciosa! (Sonreí) - Estaba esperándola. Es la rubia del violonchelo. ¿La viste? ¿Te gustó? - ¡No has perdido el tiempo como yo! (Añadí.) Sonreímos al unísono. Aclaré su anterior nerviosismo. - ¡Mírala, por ahí viene! ¡Madeleine! ¡Madeleine! (Se besaron con cierta intensidad.) - ¡Madeleine te presento a un amigo de Argentina, fuimos compañeros de colegio! -¡Encantado! (La besé en la mano.) Madeleine y Marcos se miraron sonrientes. - ¿Nos vamos los tres a tomar unas copas para celebrarlo? - ¡Marcos, yo no debo, la niña está con mamá, es tarde! Guiñándole un ojo a Marcos, Madeleine se despidió. - ¡Vayamos al Hotel de Ville, Jaime! ¡Está aquí cerca! Mientras nos dirigíamos, Marcos, emocionado, me echó el brazo. Sentados en el bar, en seguida nos tomó nota el camarero. - ¡Entonces tienes una niña! - ¡Si, se llama Constance, como la madre de Madeleine! - ¿Sabes, tu tío te estuvo un tiempo buscando? - ¿Para qué? – Creo que echó a tu tía de casa, después de una acalorada discusión. - ¡Amigo, necesito un favor! - ¡Dime! – Quiero que alguna vez cuentes mi verdadera historia. - ¿Tu historia? – La gente debe saber lo mío. - ¿A qué te refieres? – Jaime, hay una fuerza mayor, extraordinaria, superior a nosotros. Difícil de explicar. Creo que es el amor en mayúsculas. Con el verdadero amor, se consigue cualquier objetivo. Cuando perdí a mis padres, lo pasé muy mal. Muchas veces, rezaba para estar de nuevo, cerca de ellos. Quería a toda costa, desprenderme de esa soledad abismal, salvajemente depresiva. En el internado me alivió tocar el piano. Me vine hasta Estrasburgo, sin decir nada a nadie. Fue duro. Sin trabajo. Pasé hambre, frío, pero lo peor es no tener a nadie que te quiera. Sentirte abandonado. Luego, conocí a Madeleine. El día que entré por su casa, mi vida dio un giro rotundo. Conocí a su madre. La señora Arp, se casó con un político, actualmente eurodiputado. Ella es una conocida pintora en Alsacia. Pues bien, mi padre estuvo aquí en Estrasburgo haciendo unas prácticas de vuelo, antes de vivir en Venezuela. Y conoció a Constance, posteriormente la señora Arp. ¿Te das cuenta? Lo averigüé por unas fotos familiares. Luego, nos lo confesó Constance. En un viejo álbum había una fotografía de mi padre. Madeleine y yo, somos hermanos. - ¿Tu mujer es tu hermanastra? – Ese mismo día, Madeleine también me dijo que esperaba un bebé. Hubo un tiempo que aquello nos volvió locos. Lo único que puedo decirte, amigo; este mundo no es mera casualidad. El puro amor nos mueve, empuja indivisible. Es una energía suprema, inagotable, desbocada, con su ímpetu mágico, luchador, capaz de crear allí donde antes no había nada…
 
 
 

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Published on e-Stories.org on 23.01.2012.

 
 

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