Jesus Cano Urbano

Quieta

La opresión…
 
Darío recordó con pesar a su tío Ernesto. Ningún familiar tenía una explicación lógica de que le sucedió muchos años atrás, cuando un buen día desapareció de la vida de todos. Se refugió en su casa, cual segura madriguera. Los amigos y familiares al principio insistieron en que participara en sus vidas. Pero la actitud inamovible de Ernesto los fue alejando con semejante tesón, que todos se acostumbraron a su ausencia.
 
Su piel emblanqueció por la falta de sol, sus ojos huían para refugiarse en la dulce penumbra del hogar. Hasta su vocabulario menguó por falta de uso. Ahora los dejó en cuerpo, aunque ya los había abandonado antaño en alma. Sus hijos no quisieron nada de sus añejas y polvorientas posesiones, y todos se hicieron con algún trasto para constatar su recuerdo… ¡No fue exactamente así! Desvalijaron la vivienda del pobre loco, ya que todo era gratis.     
 
Darío se sentía conforme con el resultado del saqueo. Repasó con su mirada el curioso mueble. Parecía madera maciza, oscurecida y agrietada por los años. Era un simple cilindro apoyado por tres elaboradas patas, que apenas alzaría  ochenta centímetros y no más de cuarenta de diámetro. Una única puerta frontal tildaba el misterio de lo que en el interior ocultara. Le molestaba tener que romper la cerradura, pero la llave no asomó por ninguna parte. Recordó como en el transporte algo tintineó en su interior. Supuso que aquello era un mueble-bar, con alguna botella de dulce jerez en su interior, o tal vez un delicioso coñac para la sobremesa.
 
Casi degustando los ansiados licores que aquel mueble albergaba, corrió a por un destornillador que introdujo en la cerradura. Hizo palanca con todas sus fuerzas, algo chasqueó indicando la rotura del mecanismo, a la par que el embellecedor de bronce se deslizaba por el vástago de la herramienta. La puerta no se abrió. Agitó el destornillador para liberarlo del embellecedor, el cual finalizó su súbito vuelo en el cristal de la ventana, que a duras penas soportó el impacto. Sacudió su delgado cuerpo secuestrado por la ira. Inspiró lentamente mientras meditaba, y cual apuñalada a traición, introdujo la pala del destornillador en la rendija de la puerta. En la parte central izquierda, junto a la maltrecha cerradura. Forzó a un lado y a otro mientras utilizaba su puño de martillo para que la herramienta penetrara todo lo posible. La madera crujió como un quejido seco, y el barniz mostró en el entorno de la hendidura un caprichoso puzle. Un esfuerzo más y la puerta cedió un mísero centímetro. Ahora el destornillador bailaba por la oscura rendija impidiendo la posibilidad de hacer palanca, pues el mango topaba con la pared del terco mueble.
 
Decepcionado tiró la inútil herramienta sobre el sofá de pana roja para rodear, a lentos pasos, el maldito enser, como si de un animal al acecho se tratara. ¡Algo llamó su atención! En una de las patas existían unas oscuras letras grabadas al fuego. Justo por detrás, en la parte superior. Pequeñas y ocultas. Tal vez la firma del ebanista que dio forma a la insípida madera.  -“Annopol”- Susurró agudizando su castaña mirada.
 
El recuerdo lo empujó para sumergirlo en una antigua conversación mantenida con su difunto tío. Justo cuando este tornó de sus vacaciones en Polonia. Hablo de Annopol, era una comarca polaca. Cuando su tío llegó a esta, hacia pocos días que el rio Vístula reventó barios diques por su crecimiento, la región quedo inundada y desatendida. Lo más peculiar fue el saqueo de la antigua iglesia. El párroco denunció las reliquias desaparecidas. Pero tuvo que retirar la denuncia, pues algunas de ellas no estaban inventariadas ni se podía comprobar su procedencia. Memoró la picara risita de su tío mientras le describía el interior del empapado templo.  ¡Claro que recordaba tal conversación! Fue la última que mantuvieron, pocos días después su tío comenzó su inexplicable reclusión.
 
Arrancó su mirada del recuerdo para observar preocupado el destrozado mueble. Si aquello era una antigua reliquia, en la última media hora había envejecido cien años más.
 
Resignado caminó hacia el dormitorio. Abrió uno de los cajones de la cómoda de  caducado estilo y localizó una pequeña linterna. Volvió al comedor y se tumbó junto al sacrosanto trasto. Encendió la linterna proyectando el haz por la lóbrega rendija que tanto esfuerzo le costó. Guiñó un ojo con fuerza, agudizando el otro hasta sentir escozor. Pudo divisar un estante central, la parte de abajo estaba vacía. Pero en la superior, algo que parecía cristal reflejaba la luz cegando su curioso ojo. Con nerviosismo se apoyó en el codo estirando el cuello cual tortuga hambrienta. Ahora su cara estaba frente al misterio. Vislumbró algo tras el cristal, algo colorido. ¡No supo nada más! La luz de la linterna se tornó amarilla y poco a poco llegó a su fin. Una muerte dulce, pero inoportuna.
 
Inspirando lentamente en un esfuerzo por controlar su rabia, algo llamó su atención; Eran dos oscuros puntos hundidos en la madera, separados por unos tres centímetros uno encima de otro. Yacían en la parte inferior, junto a la obstinada puerta en el lado de la cerradura. Alzó su mirada lentamente hasta tropezar con otros dos en la parte superior.
Maldijo entre dientes. ¡Aquello eran las bisagras! Estaba intentando abrir la puerta por el lado contrario. Al parecer, el constructor de aquel maldito trasto se permitió la licencia de ser original, la cerradura y las bisagras estaban en el mismo lado y,  seguramente, una varilla accionaria la apertura en el lado contrario al girar la anónima llave.
 
Miró desconfiado. ¿Si la puerta se abría desde el otro lado, dónde estaba el tirador? Empujó la curvada puerta, y esta penetró unos centímetros en el interior del mueble. No hizo falta mucha fuerza, solo un pequeño impulso con energía. Por lo visto, lo que creyó bisagras tampoco lo eran, sino la sujeción de raíles. Acompañada por la mano de Darío, la puerta se deslizó por el interior del mueble desvelando sus ocultos secretos.
 
Darío observó con sonrisa triunfadora la gruesa campana de cristal que sostenía el estante superior. Su base estaba pegada a un circulo de añeja madera por un grueso cordón ámbar, probablemente resina. Centró su atención en el interior de la campana. Jamás experimentó tal sensación. De su boca escapó un imperceptible bramido secuestrado por la emoción. Sus pupilas se dilataron a la par que un escalofrió recorría su delgado cuerpo una y otra vez. Lloró de puro placer,  por la belleza que tan generosamente se derramaba en el interior de su mirada.
 
Limpió con la manga de su camisa las lágrimas, e intentó reponerse para proseguir admirando aquella figura de cristal. Era una hermosa hada, Con sus alas abiertas y los brazos en alto. Se sostenía en la punta de los dedos de su pie izquierdo, mientras que el derecho permanecía con su delicada rodilla doblada. El fabuloso artista intento transmitir el instante de alzar el vuelo.
 
Sus colores se difuminaban de tímidos tonos a otros, con semejante dulzura, que a duras penas se podía percibir el cambio. Dichos tonos eran sutilmente transmitidos desde el interior del cristal, dando suaves tonos a la pureza de la transparencia.
 
Darío se sintió enormemente cansado. Miró con asombro su reloj de pulsera. ¡Eran las siete de la mañana! Tanto disfrutó de la hermosa figura, que pasaron nueve horas sin apenas percatarse.
 
Cerró el mueble y, con esmerado cuidado, lo arrastró hasta su habitación. Tumbado en la cama trató de dormir. No consiguió descansar, a cada momento despertaba sobresaltado, buscando con su mirada el antiguo mueble para tornarse a dormir con dificultad.
 
Los días pasaron a velocidad vertiginosa. En cada momento descubría detalles nuevos y fascinantes. Si miraba las alas de perfil apenas eran imperceptibles por su delgada constitución. Más asombroso aún los delicados filamentos que componían las pestañas.
Consiguió una potente lupa, percatándose que el cabello se realizó hilo a hilo de cristal. Que firme pulso el del artista. ¡Cuánta paciencia y tesón!
 
Muchas veces estuvo tentado de abrir la gruesa campana. Pero el sentido común lo apartó de tal idea. Tal delicadeza no soportaría el mínimo roce, incluso su aliento o la luz excesiva podrían dañar las frágiles uñas de las manos, casi invisibles cuando no reflejaban un tenue tono violeta.
 
Contaba los minutos para llegar a su casa y reconfortarse con la adictiva admiración de la figura. Dejo de coger el teléfono, asistir a visitas o salir a pasear, todo aquello le robaba con impunidad momentos con su fabulosa hada.
 
Pasaron los años y los detalles afloraban como la primera vez, era imposible acaparar un global de la totalidad de la perfecta creación. Veintisiete años de escrutinio, y un buen día descubrió con sorpresa aquellas rosáceas pupilas. Las delirantes musas del artista debieron concederle el don de atrapar la vida. Su melancólica mirada perseguía a Darío desde cualquier ángulo, como queriéndole contar un secreto perpetuado en su cristalina mirada.
 
Ya anciano y por todos olvidado, Darío sintió la muerte trepándole por los pies. Arrastró con escasas fuerzas sus raídas zapatillas hasta alcanzar el mueble y, en un último esfuerzo,  aproximo la campana de cristal a su faz para poder ver… ¡No lo consiguió!
 
Cayó desfallecido para abandonar en cuerpo a sus seres queridos, porque en alma lo hizo mucho tiempo atrás. Exhaló a la par que la campana de cristal chocaba contra el suelo partiéndose en dos.
 
El hada alzó el vuelo sonriendo. Revoloteó unos instantes alrededor del cadáver. Sus movimientos eran tan hermosos, miles de veces más que su quietud. Para el agitar de sus alas no existían palabras. Cien años de observarla apresada no representaban un segundo de verla en libertad.  
 
Se posó en el frio firme, ahora en constantes y dulces movimientos, pues ya no era necesario disimular. Y tras divisar una ventana abierta, por ella escapó.
 
… Es la unidad en la que se mide la distancia en el amor.                                  
 
 
 
Dedicado a mi ahijado KOLYA y a los creadores de semejante obra: Dani y Cristina.
     

             Jesús Cano
 
  

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Published on e-Stories.org on 30.04.2013.

 
 

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